La historia de Cuba es la del cruce veloz sobre su espacio físico: una velocidad que no se detiene ante sus más profundas conquistas culturales y que disuelve el sosiego necesario para forjar una nacionalidad madura.

La revolución de 1868, intento de concretar la nación con un golpe relámpago, se prolonga por diez años contra la voluntad de sus hacedores que pretendían que la voluntad y el sprint de la tea incendiaria eran suficientes para instalar el poder político criollo.

La "guerra necesaria" de 1895, quiso ser también una "guerra corta", en palabras de su estratega, que desde la brevedad del método revolucionario nos ofreciera una independencia labrada en la conciencia crítica de nuestra nacionalidad.

El fracaso político de ambos intentos-de-lo-súbito-para-llegar-a-la-eternidad, nos lega el sentido de lo rápido, lo breve y lo inmediato como la excelente lógica instrumental de todo proceso político.

De ahí que sea imposible para nosotros, los cubanos, concebir una meta política dentro del movimiento intrépido, audaz y veloz que consigue efectos a la hora y frutos sin madurar. Es el fast politic como síndrome y síntoma de una inseguridad cultural, que ha resultado y resulta peligroso para interactuar creativamente con los hechos sociales.

En 1959 tenemos, precisamente, una nueva edición del disparo arbitral de esa Cuba de velocidad rápida, progresiva, que arrastra en un movimiento vertiginoso cosas, proyectos, ideas, gentes y memorias, tanto físicas como espirituales, en un giro sin gradación pero de rumbo aparente.

Y con la irrupción de esta velocidad en el tiempo vivimos la ilusión de una realidad soñada como proyecto nacional y la realidad de una ilusión vivida colectivamente por un pueblo.

¿Es aconsejable la velocidad de las revoluciones para los pueblos?