En los últimos meses viene difundiéndose en Cuba una lírica muy criolla, ejecutada por el nuevo e interesante grupo musical Orichas, titulada Música, tabaco y ron.

Cualquiera que escuche el título adivinará fácilmente el contenido de la misma. Es un canto ligero al fenómeno que se inserta, poco a poco, en la imagen exterior de lo que podría ser Cuba, al vivir cotidiano de los cubanos, a su lucha por ser —al menos— personas foráneas donde es ya difícil ser persona cubana.

Como complemento a la Cuba de las solidaridades —ésa que ofrece médicos, maestros y gladiadores— esta imagen parece decirnos que nosotros, los cubanos, nos desplazamos de la felicidad que cultiva el cuerpo y el alma a la felicidad que nos intoxica y divierte. Pero Música, tabaco y ron es una letra-espejo. Refleja, sin distorsiones, la soltura del cuerpo social cubano: un cuerpo que rompe las rigideces y negocia su supervivencia, con el alcohol, el humo y la fiesta.

Desde este punto de vista, nuestra antropología es subversiva. No en el sentido de un complot de la cultura contra nuestra hierática tropical, sino porque se resiste, con el ruido de la fiesta, la transparencia del humo y la desnudez del alcohol, al encartonamiento político de nuestras vidas.

Digamos que Música, tabaco y ron indica el regreso del barracón, decimonónico, cuando los cubanos y cubanas cantaban, bailaban, fumaban, bebían y reían para dar gracias a su cuerpo, y a su alma, por haberles permitido regresar, después de una jornada incierta, a esa naturaleza que era también su libertad.

Hoy, traficar con los ritmos, el habano y el ron Mulata, es una manera de ejercer aquella libertad. Y no es una manera que yo particularmente salude, pero el registro objetivo de lo que acontece en esta Cuba, que es mi ciudad, mi ensueño y no mi pesar, revela que nuestra tradición demanda la libertad o la hurta a las leyes, la moral y la policía.

Eso, desde luego, no está bien. La tradición es, entre otras muchas cosas, la respetabilidad de las culturas. En la medida que cultivemos una tradición que nace de las venas abiertas de los esclavos que fueron nuestros abuelos o mis bisabuelos, podremos dar a nuestra imagen risueña y de compás un valor, aunque menos cotizable en los mercados postmodernos, sí más interesante en el prestigio que otorga el respeto de uno mismo.

Puede ser importante la consideración de los poetas o de aquellos que controlan los cánones de la cultura; yo mido, sin embargo, el valor de lo nuestro por el respeto que inspire en un turista de vuelo comercial. Para éste, la música, el tabaco y el ron se han convertido en las marquesinas que lo introducen a un coto de caza. Como si la Cuba de las tradiciones no pudiera ser algo más que un mostrador redivivo de maracas y movimiento rumbero.

Aburren ya los espectáculos mediocres, de esquina a esquina y bajo el soborno legítimo a la libertad, que nos venden como piezas divertidas y borrachas en el escenario del mundo para satisfacer el bajo poder de compra de un albañil italiano o de un panadero español.

Para bien de la diversidad, no somos ni germanos ni sajones. Pero merecemos animar nuestras tradiciones con la misma seriedad con la que otras culturas restauran sus orígenes, y con el mismo celo que aplican para preservar sus adquisiciones de la mirada irrespetuosa, del comercio golondrina y de la fuga exótica.

Metas verificables cuando música, tabaco y ron gocen de libertad.