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De Carlos III a San Agustín, pasando por Alamar
TANIA QUINTERO, La Habana Parte 1 / 2

Un gentío viene cantando y bailando por Belascoaín desde Zanja. Me acabo de bajar del M-6 y cuando llego a Carlos III —ahora Salvador Allende— no puedo evitar acercarme para averiguar de qué se trata.

¿Una comparsa? Si todavía falta para los carnavales. Entonces diviso un carro fúnebre, con una docena de coronas encima. Viene vacío. Detrás, arrollando, seis o siete hombres cargan el féretro. Gris, de madera mala y adornos de lata.

Un centenar de personas van coreando Felicó, Felicó, mientras acompasadamente se mueven. Parece que tararean el apodo del difunto. El extraño funeral dobla por Jesús Peregrino. “Van pa’ la casa del muerto”, dice una mulata. “¿Era un babalao?”, le pregunto. “No, era un abakuá”. Un negro, también parado en los portales del edificio Masónico añade: “Era músico de la Jorrín”. La comitiva la cierra un ómnibus climatizado. “Esa es la guagua de la orquesta”, alguien comenta.

Vuelvo a Carlos III y pido el último en la cola del M-1, el camello que va de Alamar al Vedado. En eso, un prieto grande y fornido como Mike Tyson, pero con una cara bonachona y rechoncha como la de Pablo Milanés, hace señas a un taxi particular. Cuando el carro se detiene, pregunta si va para Alamar. El chofer dice que sí. Me acerco y veo que cabe otra persona. Monto al lado del prieto con tipo de boxeador y cara de trovador.

El Tyson Milanés va todo vestido de negro. En las dos orejas, argollitas de oro; en el cuello, una cadena gordísima y, en la muñeca, un reloj igualmente de oro. Calza sandalias y huele a perfume caro.

(Un padrino no es, pienso, porque los santeros visten de blanco de los pies a la cabeza. Me quedo con la intriga, no me atrevo a preguntar. Tiene 30 años a lo sumo.

Cuando entramos a ese poblado sin fantasía llamado Alamar, al este de La Habana, le digo al taxista que me avise en la zona 15. El dandy oscuro que va a mi lado me dice que él también va para allá. Llegamos y en lo que una vez fuera una parada de ómnibus, me espera una parienta a quien llevo una caja con 10 ámpulas de Nerviobión. Necesita esas vitaminas del complejo B para restablecerse de una neuritis de origen diabético.

La parienta insiste en que me llegue a su casa, en uno de los tantos bloques de apartamentos, todos iguales, para colarme café. “Del bueno, traído de Oriente”. Me excuso: “Estoy apurada. Todavía tengo que ir a la Habana Vieja y después a Cinco Palmas”. “¿Y eso dónde queda?”. “Después de La Lisa, en San Agustín”. “¡Coñoo, qué lejos!”.

Viene el M-1 y le hacemos señas, pero ya el camello no para ahí, sino 50 metros más adelante. Opto por regresar en otro viejo auto americano, de los que hacen la travesía Alamar-Capitolio. Diez pesos. Tarifa oficial establecida por la flotilla de taxis más sui géneris del continente.

El Chevrolet pasa el túnel de la Bahía, aún en reparación y, por tanto, con sólo dos sendas en circulación, una de ida y otra de vuelta. Entra en la ciudad por la calle Zulueta, por un costado de la Embajada de España. Me quedo en la esquina del Parque Central y desde allí se escuchan las discusiones de los fanáticos del béisbol que cada día se reúnen —con la estatua del Apóstol por testigo— a opinar sobre el deporte nacional. Es la única tribuna libre que se puede encontrar en La Habana.

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