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El Nobel y yo

por ENRISCO, Nueva Jersey Parte 1 / 2
Bela Lugosi
Bela Lugosi

Les cuento: esta vez el premio Nobel de Literatura me picó cerquita. En serio. Y no es que haya estado entre los finalistas, ni que haya sido nominado o alguien cercano en un momento de euforia (preferiblemente etílica) me haya dicho: "Enrisco, si por mí fuera te diera el Nobel y hasta las llaves del carro por un par de horas". Nada de eso. No he sido nominado para el Nobel, aunque muy bien podrían hacerlo. Ya sé lo que muchos de ustedes estarán pensando: "¿Cómo le van a dar a ése el premio Nobel de Literatura si ni siquiera sabe escribir?" Les podría responder: ¿Acaso a Yasser Arafat y a Simón Peres no les dieron el Nobel de la Paz? Además, reto a cualquiera que diga que no sé escribir. Si las líneas anteriores no son suficientemente convincentes, apelo al testimonio del Comandante en Jefe. ¿Acaso no ha dicho cada vez que tiene un micrófono a su alcance —o sea, todo el tiempo que permanece despierto— que el país del cual provengo es el más culto del mundo y que el 8700% de la población cubana sabe leer y escribir? Creo que con ese autorizado testimonio basta. Las estadísticas están de mi parte. Como el 8700% de mis compatriotas, reúno todas las condiciones para obtener el premio Nobel y si hasta ahora no ha sucedido es por una gigantesca conspiración internacional que incluye jueces sobornados y análisis antidoping adulterados.

Pues bien, si digo que el Nobel de este año me picó cerca es porque el ganador, el escritor húngaro Imre Kertész, es como quien dice, alguien de la familia. Resulta que la compañera de trabajo con la que comparto la oficina es húngara. Pero eso no es todo, ella (y esto es lo más serio que he dicho en años) no sólo lo conoce personalmente, sino que, además, en sus años mozos el más reciente premio Nobel le propuso matrimonio (mi amiga, haciendo honor a la tan comentada intuición femenina, le dijo que no. Esperar 40 años por una llamada desde Suecia y mientras tanto andar de puntillas por la casa para que el marido pudiera escribir sus obras maestras, no le parecía demasiado atractivo). Hasta ahora es lo más cerca que he estado del premio Nobel, pero ya es un paso de avance. Cualquier día se lo darán a un dependiente de la farmacia de los bajos y después de eso no tendrán más remedio que llamarme para preguntarme si estoy dispuesto a darme una vuelta por Estocolmo. Mientras ese día llega, cada vez que suena el teléfono y preguntan por mí en una voz neutra mi pulso se acelera y grito al teléfono "¡sí, soy yo!", para descubrir que es alguien proponiéndome cambiar de compañía telefónica (aquí en Estados Unidos 9 de cada 10 llamadas son para preguntarte si quieres cambiarte de compañía de teléfono. La décima es casi siempre de tu compañía actual pidiéndote por favor que no le hagas caso a las otras nueve llamadas. Empiezo a sospechar que el correo electrónico lo inventó alguien que quería comunicarse con su familia pero no podía porque sus parientes no se atrevían a coger el teléfono temiendo que se tratara de alguna compañía telefónica).

Pasada la euforia de sentirme tan cerca del Nobel, llega la hora de reconsiderar los hechos tal y como son. No es que me sienta despechado porque por este año no me haya tocado el premio, pero uno se pregunta: ¿cómo es que no se lo han dado hasta ahora a un representante del pueblo más culto de la tierra y en su lugar se lo otorgan a un representante de un idioma del que ni siquiera se puede decir que existe? ¿Han oído hablar alguna vez a un húngaro? ¿En húngaro? El sonido es muy parecido al que hace una máquina de escribir eléctrica tecleada por mí —es decir, a un promedio de cuatro palabras por minuto. La diferencia estriba en que después de que una máquina de escribir es tecleada, incluso por un niño de dos años, el resultado es mucho más inteligible que un diálogo en húngaro. Cualquier conversación en húngaro puede resumirse en una especie de teke-peke-mepke-teke y uno sospecha que ese teke-peke-mepke-teke puede servir lo mismo como declaración de amor que para dar el pésame por la muerte de un gato. Hagan la prueba. En una película húngara los protagonistas pueden lo mismo discutir las cifras anuales de producción agrícola que estar en medio de una furiosa batalla sexual: lo que uno escucha es ese teke-peke-meke-teke. Por todo eso empecé a sospechar que en realidad eso del idioma húngaro no era más que una broma colectiva ideada por los húngaros para ver la cara de idiota que pone uno cuando los oye hablar:

—¿Teke-peke-meke-teke?
—Teke-peke-meke-teke.
— ¿Teke?
—Meke.

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