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Carta a los Reyes Magos

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA Parte 1 / 3

Despistados y orientales Reyes Magos:

Sí, ya sé. Este año se pasaron con fichas. Allí fumé. No dejaron ni berrenchín de camello. Tá bien, tá bien. Yo sé perdonar los despistes, sobre todo cuando la pista ha estado tan congelada, tan mala, tan llena de vaselina sólida. De todos modos no había pedido nada. Desde que me hicieron descubrir que los Reyes eran los padres, yo tengo una confusión muy grande en la cabeza. Estoy lleno de dudas. Dudo de todo. Hasta de las dudas. Y me paso el día así, dudando, jugando a los dudos. Como si fuera un Dudas Iscariote, para meterme en la leyenda.

De modo que, por favor, ahora que ya tienen el jolongo vacío, y aunque sean del Medio Oriente, les propongo que nos sentemos en este barco, en aguas internacionales, bien relajaditos, en la parte de atrás, a fumarnos la popa de la paz, y a ver si me aclaran todo el merequetén que bulle por mis intestinos craneales. Fuera camellos, para no ofendernos ni esnifarnos por gusto. Luego anda uno por ahí esnifado como un gallo, y con esos turbantes nos cae la turba atrás y terminamos más turbados de lo que deberíamos. Que a lo mejor lo que se arma con mis inquietas inquietudes es un amagar y no dar, una intifada, un huelemelacolchaylavaeltrapo que hasta ustedes, ambos los tres, salen pirando a buscar un argentino. Quise decir un sicoanalista. Que el año no ha estado como para belenearse mucho. Si hasta le prohibieron la entrada a Belén al viejito del mantel en la cabeza, ese que parece injertarse silicona en la bemba de abajo.

Yo crecí en un pueblo —y eso siempre ha sido un trauma para mí. Lo de crecer, no lo del pueblo— donde la gente creía que ustedes venían en la madrugada del 5 al 6 de enero, a pierruli, montados en dromedarios, que son esos chivos grandes con escoliosis. En aquel tiempo se les podía decir camellos, sin que se ofendieran los pobres mamíferos. Y en la leyenda que aprendí, aunque mi familia tiraba más para la mata de mango que para el arbolito —tal vez porque nunca se pusieron de acuerdo si era un pino o un abeto. Y también porque era en la región oriental, y nombrar abeto provocaba que apareciera un vecino gordo inscrito como Alberto—, que eran magos, pero no de los de conejos y palomas, sino algo más poderoso. Y que habían descubierto —ahora no me acuerdo bien si por el cielo, pues ya andaba la perra Laika flotando en un Sputnik— que había nacido en un pesebre el niño Dios, es decir, Jesús. Y ustedes le llevaron regalos, que no eran precisamente juguetes de plástico, ni soldaditos de plomo, sino cosas útiles como incienso, aceite y mirra.

Si uno se pone a pensar en lo acertado que estaban, que, claro, como eran magos y le metían a la brujería sabían muy bien lo que llevaban, ya vienen otras confusiones y faltantes a mi memoria procaz. Que no se les ocurrió regalarle al pobre muchacho una bicicleta, ni unos patines, ni una pistola de agua de esas que se joden al tercer día, sino precisamente aquellos tres productos tan importantes para el crecimiento. Los científicos han demostrado últimamente —bueno, los científicos se pasan la vida demostrando cosas. Parece ser una profesión muy indiscreta ella— lo beneficiosa que es la mirra para la salud y el crecimiento de los infantes. Por eso uno se da cuenta, mirando las razas de América. Como los curas llegaron muy tarde a confundirles las creencias atrasadas y autóctonas, donde no había mirra por donde usted mirrara, pues se quedaron pequeñitos todos. Nada más hay que echarle un vistazo a los toltecas o a los incas, para ver que les falta mirra, calcio y hasta un poco de incienso. Y muchos siguen siendo inciensatos. Hasta hay un refrán del tiempo de ustedes que lo dice bien claro: "Mirra con quién andas y te diré quien erres con erre cigarro". Ya lo modernizaron un poco con lo de "rápido corren los carros", en un ejercicio que han inventado los logopedas para la gente con frenillo. Y así se desenfrenan.

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