| La Habana: Terrorismo en martes 13 |
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| por JORGE OLIVERA CASTILLO |
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Un coche bomba impactó en un centro comercial de Jerusalem. ¿Los autores? Fundamentalistas libaneses de Hezbolá. Dos etarras le volaron los sesos a un funcionario de Hacienda en pleno Madrid. Un comando de Al Qaeda, por orden directa de Bin Laden, fulminó a cientos de empleados federales en la ciudad de Chicago con medio kilogramo de ántrax.
Aunque hipotética, la secuencia revela los contornos de una crueldad sádica. El ocaso del raciocinio. El viaje regresivo y apocalíptico a la impiedad que reina en la jungla. En otras palabras: gente que entiende el lenguaje de las serpientes y la expresión brutal de un león a punto de despedazar a una liebre. Asuntos de animales.
Al margen de presunciones la realidad obliga a observar de cerca los hechos trágicos por los cuatro puntos cardinales.
Nada de terremotos, huracanes o sequías, sino la continua versión del terror con asesinos de diverso pelaje y víctimas sin distinción de edad, sexo, raza u origen étnico. Genocidio legitimado con adulteraciones de textos religiosos, violentos empeños de secesión, xenofobia y en algunos casos la artificialidad de doctrinas político ideológicas impuestas con el pulgar hacia abajo. Gesto fatal.
Este último motivo, al igual que en el Imperio Romano, tiene en Cuba sus consecuencias signadas por un rigor represivo que encierra un grado de maldad sin términos medios.
El pulgar no actúa sólo en el macabro juego de manos. El índice determina a los culpables y su destino en la cárcel, en el cementerio, el exilio o en la sala de un manicomio, después de recurrentes sesiones de terror psicológico.
Existe una fecha aborrecida por millones de personas el mundo: martes 13. Desconozco el origen de la hostilidad.
Se comenta que la coincidencia del día de la semana con el número de marras trae mala suerte. Suceden eventos fatídicos. Nunca me había percatado de ello, no obstante estoy por creerlo. En la mañana del 13 de noviembre —martes— me tocó una porción del ya cuatrigenario terrorismo de Estado.
Total ausencia de detonación. No surqué los aires impulsado por la fuerza de onda expansiva alguna. Ningún encapuchado intentó balearme los parietales, y del ántrax supe por los remedos de periódicos que circulan en La Habana explicando los ataques furtivos con la mortal bacteria, ocurridos en los EE UU.
Apenas un par de hombres con licencia para disponer a raudales de la vileza como fundamentalistas en el fragor de una matanza, retomaron el único camino que les proporciona paz y regocijo: el de las bestias.
Amenazas con llevar a prisión a una endeble anciana por permitirme frecuentar su casa en el municipio Centro Habana, ocupó uno de los capítulos del breve muestrario de la impunidad. Máximo Cruz lo dijo sin sonrojos arropado con el uniforme de oficial del Ministerio del Interior en un local perteneciente a las oficinas del Carné de Identidad y Registro de Población de la citada municipalidad.
Tengo miedo, balbuceó la tía de mi esposa al concluir el acto coercitivo del que derivó una peligrosa descompensación de la presión arterial.
Mil pesos de multa para ella y doscientos para mí sellaron las advertencias sobre un inminente proceso judicial si volvía a visitar a mi cónyuge sin un permiso que autorice a frecuentar el domicilio durante un año.
La ley 217 fue el medio "legal" esgrimido por ambos gendarmes como una cimitarra talibán. Sus fines son, según expresa, regular las migraciones internas.
Frágil coartada para implementar el pánico contra disidentes y familiares.
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