Viernes, 30 noviembre 2001 Año II. Edición 247 IMAGENES PORTADA
Desde...
La Habana: Tres días de silencio

por MANUEL VáZQUEZ PORTAL  

Los desastres naturales no sólo traen desgracias. Aparte del machacón en los dedos que me produjo tratar de asegurar las ventanas, el ciclón Michelle me dejó tiempo para disfrutar del silencio y meditar sobre naderías intrascendentes. Gocé del ulular del viento entre las persianas. Me alelé escuchando la melodía de la lluvia. Noté, a lo lejos, los embates de las olas contra los arrecifes. Me sumí en la penumbra del largo apagón. Me aletargué, tranquilo, en el recogimiento obligado por el clima.

Si en los primeros momentos la alarma por la proximidad del huracán no me dejó saborear las delicias del aislamiento, pronto comprendí lo placentero que me resultaba no escuchar el vocerío constante que de balcón a balcón, de edificio a edificio, de yermo a yermo se produce en mi barrio; lo aliviador que me parecía la ausencia de radios, audiocasetteras, televisores a todo volumen... lo reconfortante que se me hacía saber que por las tardes no padecería las mesas redondas, que en las noches me libraría de los noticiarios triunfalistas y quién sabe si hasta de un larguísimo discurso. En silencio adoré el bendito silencio. Fueron tres días de apagón y descanso.

En la noche del martes, ya entrada la noche, se rompió el hechizo. Una algarabía desenfrenada destrozó la quietud. La claridad penetró los visillos de mi ventana. ¿En qué tontería pensaba entonces? No lo recuerdo. El ruido volvió a mi conciencia como un guerrero que reconquista sus predios. Allí estaba de nuevo el bullicio. La música estridente. La voz de conocidos locutores convocando al pueblo para la "recuperación" después del paso del meteoro. Allí estaban los vecinos atronando mientras corrían muebles o revolvían trastos de cocina, mientras gritaban eufóricos por la reposición del fluido eléctrico.

Perdí el silencio. Perdí la tranquilidad. Hasta horas de la madrugada escuché el tráfago. Oí cómo subían a las azoteas. Percibí el entrechocar de los cubos contra las barandas de hierro, mientras transportaban agua desde la cisterna, me llegaron chanzas gritadas por la alegría del regreso de la luz. Cuánto eché de menos el silencio perdido.

No quedaba más remedio. Conecté el televisor para ver qué había sucedido. Pocas noticias y muchos discursos. Nada de gravedad para la gente ni para la economía del país. Eso sí, pude constatar cuán cómodos trabajan los periodistas oficiales. Desde un helicóptero de la línea turística Aerogaviota, un heroico equipo de la televisión cubana reportaba los daños causados por el ciclón. En lujosos coches el presidente de la república visitaba las zonas del desastre. Juan Miguel González, padre del balserito Elián, contaba ante las cámaras, como para que el pueblo supiera que no goza de ninguna prebenda, que el agua en su casa había llegado hasta la altura del pecho.

Campesinos sonrientes, como de fiesta después del huracán, aplaudían a Castro y le voceaban que estaban seguros de que sus bohíos serían reconstruidos. La cabeza se me llenó de ruidos. Ahora habría que soportar informes de ministros y directores, jefes de consejos de defensa popular, secretarios provinciales del partido, audaces trabajadores de "la recuperación" acerca de los daños provocados por Michelle.

Nada, que el silencio en casa del bullicioso dura poco y heme aquí, de nuevo, metiendo ruido en el sistema.


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