La Habana: Landaluze 2001 |
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por LUIS CINO |
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A la sombra de la Catedral de La Habana, en la parte antigua de la ciudad, la hermana Zoila tira las cartas y lee el porvenir en plena calle, vestida de iyabó y fumando un enorme puro bajo el sol del Caribe con todo el exotismo posible.
Negra, corpulenta y de unos cincuenta años, es una de las santeras de utilería o "turisantera" que luchan el pan a su manera, como decía Sinatra, en esta plaza del Centro Histórico, que ha devenido meca del turismo extranjero en la capital.
Zoila es modesta. Con su dulzura de negra salida de una estampa de Landaluze, me explica que ella cobra lo que le quieran dar, sin aclarar si en dólares o en moneda nacional.
En eso se ha convertido la vida de los pobladores de la Habana Vieja: en un torneo por las migajas del turismo y por los dólares, que son los únicos que pueden hacer más llevaderas sus precarias condiciones de vida.
En esa lucha vale todo, desde la venta de artesanía y souvenirs con el rostro del Che Guevara, hasta el jineteo y la venta de marihuana, pasando por toda la gama de "inventos" posibles, tolerados o no por las autoridades.
Entre los turistas, los hay que vagan ciegos y sordos por las calles habaneras, sonrientes y con cara de complacencia, cumpliendo su más caro anhelo: un viaje a la utopía revolucionaria del Caribe.
Si yo fuera extranjero y llegara a La Habana por primera vez, me impresionarían su cielo, su mar, sus monumentos, sus mulatas, el ritmo y la hospitalidad de la gente pero, además, trataría de penetrar la esencia oculta tras la vitrina del paraíso tropical socialista que pretenden ver.
Mujeres hermosas y policías por doquier. Lujosos establecimientos como brotados de la realidad virtual, en medio de sucias calles y ruinosos edificios. Pobladores mal vestidos y peor alimentados. Ésa es La Habana real y no la diseñada por Eusebio Leal.
Europeos onanistas mentales y algunos perfectos idiotas latinoamericanos e, incluso, norteamericanos, siguen aferrados a sus iconos de los rebeldes 60 y a lo que creían y abandonaron de su juventud.
De forma egoísta se niegan a aceptar el agua pasada por los puentes y a dar su brazo a torcer, ajenos a nuestra pesadilla. Apegados a su idílica izquierda aplauden en La Habana lo que rechazarían en casa, porque, a fin de cuentas, los nativos no necesitamos ser libres.
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