Martes, 16 octubre 2001 Año II. Edición 214 IMAGENES PORTADA
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España: Demografía y nación

por JOAQUíN ORDOQUI GARCíA Parte 1 / 2

Resulta paradójico que un mismo país se plantee, simultáneamente, problemas de bajo o nulo crecimiento demográfico y de exceso de inmigración. Que ello ocurra, como sucede en la España contemporánea, conduce a una buena cantidad de preguntas. La primera, la más obvia, es por qué en un mundo superpoblado es tan terrible que un país tenga un crecimiento demográfico cercano a cero. Lo cuál nos lleva a una pregunta derivada: ¿cuál es la densidad de población ideal para España en las circunstancias actuales? Ello, a su vez, nos lleva a otra interrogante: ¿cuál es el modelo de país que quieren darse a sí mismos los españoles?

La densidad demográfica de un país está relacionada con una serie de factores que implican prácticamente todo el conjunto de la vida. Si se desea preservar zonas boscosas, naturaleza más o menos virgen, hay que sacrificar población o hacerla crecer verticalmente, lo que nos lleva, a su vez, a un modelo de sociedad. Además, no todos los países soportarían la misma densidad pues los ecosistemas que los componen imponen ciertas condiciones. Perú tiene 16 habitantes por km2, pero la mayor parte del territorio peruano o es inhabitable, como el desierto de la costa, o soporta una población muy reducida, como la sierra o la selva. Arabia Saudí apenas llega a las 9 personas por kilómetro, pero estamos hablando de un desierto con ciudades. Dentro de su contexto —Europa—, España tiene una densidad más o menos media, 80 habitantes por km2, al igual que Grecia, frente a los 230 de Alemania o a los 16 de Finlandia, país con condiciones climáticas duras y que, además, ha optado por defender y prolongar su frontera boscosa. China, el país con mayor población del mundo, apenas tiene 131 habitantes por km2, es decir, es mucho menos densa que Alemania y la mitad que El Salvador, con sus 269 personas por kilómetro.

Lo curioso de un tema tan trascendental es que nunca he visto un estudio destinado a determinar qué cantidad de población debería tener un país específico para proporcionar a sus habitantes un determinado sistema de vida. No dudo que semejantes estudios puedan existir. Sólo señalo la poca importancia que se les concede, en caso de que existieran.

La razón por la que muchos españoles se preocupan por su bajo índice de natalidad es mucho más elemental: temen que un paulatino envejecimiento de la población pueda colapsar el actual sistema de seguridad social y de pensiones. Es decir, que se ponga en peligro el estado de bienestar. Que un país con un índice de desempleo cercano al 9 por ciento de la PEA se preocupe por ello puede parecer paradójico. Pero concedamos que, efectivamente, los actuales parados por falta de empleo serán los futuros improductivos por jubilación. Incluso dejemos a un lado la posibilidad de plantearnos, al menos por ahora, un sistema económico más justo y civilizado. ¿Qué tiene de malo resolver los problemas demográficos facilitando la emigración desde países con tasas de natalidad elevadas? De esa forma se construyó la civilización occidental en América y países como Australia o Canadá practican o practicaban hasta hace poco una política de migración muy activa, aunque selectiva.

Y ya, sin más preámbulos, entramos de lleno en el título de este artículo. Porque el temor (inconsciente o expreso) de quienes prefieren potenciar el crecimiento autóctono a resolver el problema con el aumento de la inmigración suele ser el peligro de la pérdida de la identidad nacional. Exactamente el mismo argumento que utilizan los nacionalistas vascos respecto a las migraciones de otras regiones de España a la Vasconia, sea esto lo que fuere.

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