Extrema sanción |
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La persistencia de la pena de muerte en la Isla y su repercusión social. |
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por LEONARDO CALVO CáRDENAS, La Habana |
Parte 2 / 2 |
Pero al triunfar la revolución todo cambió. Ante el desenfrenado entusiasmo de un pueblo lleno de esperanzas, el tristemente célebre "paredón de fusilamiento" se convirtió en uno de los principales instrumentos de defensa y conservación del nuevo poder. Las primeras víctimas fueron los criminales y delatores del antiguo régimen, y les siguieron los que se opusieron a los inesperados giros ideológicos y políticos del Gobierno (muchas de estas víctimas provenían de las propias filas revolucionarias). Un denominador común igualaba a todos los condenados: ser sometidos a procesos judiciales sin garantía ni tino jurídicos, envueltos en una enajenada y ciega soberbia vengativa que hizo a un procesado comparar el espectáculo con el Coliseo de Roma.
La existencia de alrededor de 40 figuras jurídicas —entre el Código Penal y la Ley de Delitos Militares— sancionables con la pena capital y la vinculación gubernamental de las entidades que participan en la decisión —tribunales provinciales, Tribunal Supremo y Consejo de Estado— bastarían para calificar el fenómeno como más trágico y peligroso. Con sólo pensar que encumbrados oficiales de las Fuerzas Armadas y los servicios de inteligencia fueron ejecutados sólo un mes después de sus arrestos, o que existen condenados que llevan varios años esperando por el juicio de segunda instancia en el corredor cubano de la muerte y el silencio, quedarían más claras las repercusiones sociales y humanas del asunto.
El hecho de que, contradiciendo las tendencias universales, no existan mecanismos y espacios jurídicos y sociales para cuestionar y debatir la existencia misma y las formas de aplicación de la pena de muerte, redunda no sólo en falta de garantías, sino en la preocupante existencia de un alto por ciento de la población cubana que respalda la aplicación de la sanción extrema en un país que no tuvo tradición prerrevolucionaria de ejecuciones judiciales.
Sólo restableciendo las garantías jurídicas la nación puede protegerse de excesos y arbitrariedades. Sólo abriendo el debate sobre las razones éticas y filosóficas, sociológicas y morales que impugnan la ejecución judicial, puede recuperarse esa cultura humanista que permita castigar a los culpables sin el peligro de la injusticia irreparable para los ciudadanos y el luto para las familias.
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