Lunes, 02 diciembre 2002 Año III. Edición 506 IMAGENES PORTADA
Sociedad
El despertar de una nación

En torno al asesinato político más atroz de nuestra historia: La ejecución, el 27 de noviembre de 1871, de los ocho estudiantes de medicina.
por VICENTE ECHERRI, Nueva York Parte 1 / 2
Estudiantes

El 27 de noviembre era, entre cubanos, una fecha tan propicia al panegírico que cualquiera de nosotros, desde que cursábamos la escuela primaria, podía, con mayor o menor elocuencia, improvisar el elogio de los ocho estudiantes de medicina asesinados en La Habana por el poder colonial ese día de 1871. Esta conmovedora historia de inocencia y de odio, de valor y de brutalidad, de honor de algunos y de deshonra de muchos otros nos la aprendimos de memoria en la escuela, como también el nombre de los ocho adolescentes que, como bien diría Martí, "subieron sonriendo del apego y cobardía de la vida común, al heroísmo ejemplar".

La tragedia contemporánea del pueblo cubano, en la que ha habido tantos asesinatos, tan largas sentencias carcelarias, tanto sufrimiento, tiende, por proximidad, a robarle lustre o duelo a episodios anteriores de nuestra historia. En un país donde tanto se ha fusilado en los últimos cuarenta y tantos años, ¿qué peso o significación tiene realmente —alguien podría preguntarse— el fusilamiento de ocho jóvenes en el siglo XIX, más que el de un siniestro antecedente? Entre atroces e innumerables crímenes recientes, y gastados discursos conmemorativos llenos de frases huecas y pomposas, parece sucumbir esta efeméride. De suerte que muchos cubanos hoy no se acordarán de ella, ni en Cuba, aunque los estudiantes universitarios vayan puntualmente a llevar flores al monumento de la explanada de la Punta. Ni en el exilio, donde algunos hayamos decidido recordarla.

Sin embargo, no sólo sigue siendo la ejecución de los ocho estudiantes de medicina el asesinato político más atroz de toda nuestra historia, sino también el de mayor importancia en el proceso de concientización de nuestra identidad nacional. El más atroz, insisto, en los cinco siglos que dura la historia de Cuba, desde la quema del cacique Hatuey hasta el fusilamiento del último de nuestros mártires anónimos tal vez en esta fecha. Nada ha sido peor, por la inocencia de las víctimas y el ensañamiento de sus verdugos; nada en nuestra historia lejana o reciente se le acerca como símbolo de pura inmolación, de sacrificio propiciatorio. Los estudiantes de medicina fueron públicamente asesinados por el solo delito de ser criollos, de ser cubanos. Su ejecución es un intento de amedrentar y escarmentar a un pueblo que empieza a descubrir su identidad y a reclamarla por la violencia; si bien —y aunque ya hacía tres años que se libraba una guerra de independencia, y José Martí estaba, como tantos otros cubanos, en el destierro— el separatismo hasta ese día no puede considerarse irrevocable. De ahí que me atreva a decir que Cuba, como asunción consciente de una identidad, no nace el 10 de octubre de 1868, ni el 24 de febrero de 1895, ni el 20 de mayo de 1902; el carácter cubano adquiere su carta de naturaleza política el 27 de noviembre de 1871, cuando el poder colonial pone a la puerta de una nación en cierne, que no acaba de reconocerse a sí misma, los cadáveres de ocho niños. Y esa sangre, para bien y para mal, viene a sellar nuestro destino nacional y a hacerlo irreversible.

Decía Ortega y Gasset que ser español era no ser francés, no ser inglés, no ser alemán. Siguiendo esta definición, podría afirmarse entonces que una nacionalidad es, más que una manera de ser, una manera de no ser. En nuestro caso, ser cubano es, en primer lugar, no ser español; pero la adquisición de esa identidad nacional fue un proceso largo y traumático en la más española de las tierras de América. No entraré en largos recuentos. Cuba es un apeadero colonial: el primer y último bastión de España en su aventura americana. Por Cuba pasan los conquistadores y colonizadores de todo un continente y por Cuba regresan vencidos tres siglos después, enamorados de la idea de conservar esa isla, la más rica economía de plantación de su tiempo, como el último reducto de un imperio que desaparece. Cuando la América hispana estrena su independencia, Cuba adquiere el título de semper fidelis insula, isla siempre fiel, para siempre española.

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