Lunes, 24 septiembre 2001 Año II. Edición 198 IMAGENES PORTADA
Opinión
Objetos de culto

El caudillo es la referencia en el imaginario de unas sociedades incapaces de modernizar sus estructuras.
por ARMANDO AñEL Parte 1 / 2

Latinoamérica se ha caracterizado por ser una región productora de caudillos. Los fabrica festiva y sistemáticamente, a gran escala. Entre los que han destacado por su carisma o características muy peculiares cabe destacar dos en activo: Fidel Castro y Hugo Chávez, ambos de izquierda con perdón de politólogos y socialistas —la izquierda suele representarse a sí misma a través de una retórica muy fluida, de manera que puede llegar a erigirse en caldo de cultivo ideal para el oficio—. Cabría mencionar un tercero, Ernesto Che Guevara. Guevara no tuvo nunca la presidencia ni llegó a convertirse en dictador en ejercicio (nadie sabe si ganas no le faltaron). Sin embargo, ha devenido en símbolo u objeto de culto para aquellos que creen que las sociedades deben estar al cuidado de un hombre fuerte, de un seductor. Y qué duda cabe que el Che ha sido para millones de ciudadanos latinoamericanos, y del mundo, el seductor indiscutible, el idolatrado número uno.

El primero de estos hombres ha mantenido el poder por más de cuarenta años, ha intentado exportar su "revolución" a continentes tan lejanos como África e indudablemente ha sabido reflejar el antiamericanismo continental, manejándolo a su favor. El segundo es el más reciente ejemplo de caudillismo regional y un caso de incapacidad coreográfica difícilmente superable, por lo que constituye una contradicción, un misterio. El tercero, ya se sabe, es el Cristo resucitado. En los anales del caudillismo latinoamericano brilla con luz propia y no tiene rival.

Fidel Castro, para decirlo lisa y gráficamente, es el actor insuperable —sus recientes muestras de senilidad no deben enturbiar el diagnóstico—. Un hombre que maneja modelos de actuación emparentados más con lo cinematográfico que con lo teatral. Su repertorio de gestos, frases, modulaciones, ademanes, posturas, movimientos, etcétera, parece haber sido estudiado con minuciosa voluntariedad. Se engañan quienes lo suponen espontáneo, irrefrenable: ello forma parte de la imagen quijotesca que se ha creado para consumo propio y que tiene mucho gusto en vender y representar. Porque el presidente de los Consejos de Estado y de Ministros disfruta lo que hace. La actuación en él no es sólo una necesidad política, sino moral, física, personal. Por otra parte, su despliegue en escena peca a ratos de excesivo, pues enamorado de sí mismo, o de su "doble", acostumbra a sobrestimar la paciencia del auditorio. Claro, tiene a su favor un elemento decisivo: ejerce el poder desde la punta de la pirámide de un sistema totalitario, en el que todo está milimétricamente controlado, donde no hay espacio para la protesta, ni siquiera para el cansancio. Ello le ha facilitado mucho la labor, evitándole disgustos fuera de programa.

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