| Ernesto Lecuona |
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| El compositor y el concertista en una sola pieza. |
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| por JOAQUíN ORDOQUI GARCíA, Madrid |
Parte 1 / 2 |
Escribir sobre Ernesto Lecuona puede significar una tarea ímproba. Sobre él se ha escrito casi todo y tan significativo es lo redactado como lo excluido; por ejemplo, el estruendoso silencio que hace Alejo Carpentier en La música en Cuba acerca de este significativo compositor. Han pasado 107 años de su nacimiento y 39 de su muerte, lo cual permite intentar observarlo como era, sin las devociones ni las repulsas —ambas excesivas— que su figura despertó. Las razones de las segundas son fácilmente explicables, dada la época que le tocó vivir. Nunca fue un músico de vanguardia en tiempos en que la vanguardia lo era todo, y como compositor dentro de los cánones de la tradición europea (eso que se llama indistinta e inadecuadamente música culta o clásica) su labor fue bastante modesta, aunque creó danzas para piano de indiscutible belleza. El problema fundamental de su fecundo trabajo es que se movió en una zona intermedia que ni se situaba en los fuertes sabores de nuestra música más popular ni se adentraba en las experimentaciones que Roldán y Caturla supieron acometer. Fue un romántico ligero, a la manera de Chopin, sólo que casi un siglo después. Después, sobre todo, de que alrededor de esa tradición estubieran ocurriendo cosas como Debussy, Stravinsky, Bartok o Hindemith. O Villalobos, en América.
¿Y si lo viéramos de otra forma? ¿Si pensáramos en él como un excelente compositor de canciones, como un gran bolerista que incursionó con destreza en la composición de una obra pianística de muy agradables sabores? Tal vez, desde esa perspectiva, la figura de Ernesto Lecuona pueda ser percibida en su más exacta dimensión. Además, su desempeño como gran concertista de piano está fuera de toda discusión.
Nació en la emblemática villa de Guanabacoa, el 6 de agosto de 1895 (aunque Díaz Ayala escribe que celebraba su cumpleaños el día 7), y su nombre completo fue Ernesto Sixto de la Asunción Lecuona y Casado. Por el lugar donde nació, es casi seguro que muchas de sus noches infantiles estuvieron pobladas por el eco de los cercanos batás, por los compases de sabrosas rumbitas y hasta por el sordo sonido de un ekue no muy lejano. También en su infancia recibió el otro legado, de su hermana Ernestina, quien le impartió las primeras lecciones de piano con tal eficiencia que a los 5 años ofrecía su primer concierto, de modo que no es una exageración ubicarlo en la siempre cuestionable categoría de "niño prodigio", situación que él se encarga de reforzar 8 años después, cuando escribe su primera obra: Cuba y América, un two step que, como el one step, pertenecía a la moda de la música ligera norteamericana.
Esas primeras lecciones de Ernestina fueron en realidad consejos prácticos y las interpretaciones del niño de 5 años fueron sencillas y de oído, pues su formación académica comenzaría a los 8 años, en el conservatorio de Carlos Alfredo Peyrellade. A partir de entonces, pasaría por las manos de dos destacados profesores de música: Joaquín Nin (padre de la gran escritora Anäis) y Hubert de Blank.
Aunque provenía de una familia de clase media (su padre era periodista), al parecer la situación económica de la familia no era demasiado holgada, ya que a los 12 años inicia su carrera profesional como pianista acompañante de películas silentes. A los 18 años terminó sus estudios de piano, teoría y solfeo, y poco después tiene su primer contacto profesional con un medio con el cual estaría estrechamente relacionado, el teatro bufo, al asumir la dirección de la orquesta de Arquímides Pous. Actuó también como pianista del circo Santos y Artigas.
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