Lunes, 16 diciembre 2002 Año III. Edición 516 IMAGENES PORTADA
Música
Linaje and more

Un concierto como una fiesta: Bebo Valdés dedica su Grammy Latino a la capital del exilio.
por ALEJANDRO RíOS, Miami  
Bebo
Bebo y El Cigala (Pedro Portal)

En medio de la euforia provocada por la exquisita selección de piezas musicales encadenadas, con bravura, durante el concierto Sabor and More, una señora gritó —para quebrar, de cierta manera, el ensimismamiento general— "¡Viva la Cuba del ayer!". Sin saber que en el recinto rococó del teatro Guzmán de Miami, se estaba ensayando la Cuba del futuro.

Nat Chediak, el cubanoamericano artífice del experimento, conjuró sobre el escenario a Bebo Valdés, pianista celestial de 84 años de edad, Lázaro Galárraga, vocalista prodigioso, y al violinista uruguayo, sin fronteras, Federico Britos Ruiz. Como si todos estos compañeros de viaje no fueran suficiente, agregó un "extra" insólito, el cantaor Diego El Cigala, discípulo en su género de otro grande: Camarón de la Isla.

Era el sitio donde mejor se estaba esa noche en Miami, porque en el relajo con orden tan caro al jazz, y mucho más al jazz latino, ni los más acuciosos pronósticos podían prever lo que allí se vio y, sobre todo, se escuchó.

Bebo es, sin eufemismos, una leyenda viviente que cruza como una saeta por el firmamento que comenzó bajo las estrellas en Tropicana, y se ha extendido durante décadas a la glacial Estocolmo, su residencia accidental luego de que lo fueran "tumbando" —como le explicó a la prensa local— de cuanto oficio artístico quiso desempeñar en La Habana de los desmanes, cuando los barbudos llegados de la Sierra Maestra quisieron meter en cintura el desenfado y la ricura de la vida nocturna cubana antes de 1959.

Bebo es alto como su hijo Chucho, aunque enjuto. Se presentó de traje, camisa y corbata gris impoluta. Nunca dejó de mostrar una sonrisa pícara, sincera, y cada vez que terminaba un número musical se paraba de la banqueta del piano, cruzaba los brazos sobre el pecho y se inclinaba tanto como le permitían sus años de vida fabulosa.

Hizo solos de piano extraordinarios, una sección "erizapelos" de dúos con Federico Britos, y acompañó a los cantantes haciéndose a un lado, con la modestia sólo dada a los grandes. Tan embebido estaba sobre las teclas y el pentagrama que olvidó o cambió el nombre de algunos de sus acompañantes, como un niño maldito que sólo quisiera jugar y pasarla bien en un parque, sin advertir de dónde llega la diversión.

Sabor and More —donde se escuchó buena parte del álbum El arte del sabor, producido por Chediak, demiurgo del concierto y que mereciera este año un Grammy Latino— fue un tráfico incesante de placer. Placer de ejecución, de cumbancha, de admiración y de dicha entre los participantes, suerte de curiosa familia donde el pasado y el presente se dieron cita no para "nostalgizar" otra vida ya inalcanzable, sino para dejar por sentado que la música cubana es un fenómeno artístico libre, sin época y sin moldes que la constriñan.

La voz sublime y quebrada de El Cigala, interpretando Lágrimas negras, Vete de mí y otras canciones legendarias, fue un riesgo del cual todos salieron airosos. Cuando intercambió improvisaciones con Galárraga, quien tiene el don de todos los registros del sonero sin afeites, el público pudo tocar el cielo.

Al final del concierto Bebo fue impelido por los aplausos para regresar al piano, y la emprendió con Cervantes. Luego confesó al musicólogo Cristóbal Díaz Ayala, quien había viajado esa noche desde Puerto Rico para no perderse la ocasión, que si lo seguían llamando a escena tocaría a Saumell.

Como miembro de la Academia, Chediak aprovechó la reverberación para entregarle el Grammy Latino que no había podido ir a recoger a Los Ángeles durante la ceremonia de este año. Ensimismado por la algarabía reinante, Bebo volvió a tomar el micrófono para dedicarle el premio a la capital del exilio cubano.

En un brindis posterior al concierto se le vio entusiasta, como infante del jazz latino con juguete nuevo, hablando hasta por los codos de los cuatro discos que recién terminaba para la productora Calle 54, fundada por Chediak y su colega de aventuras en este ámbito, el cineasta Fernando Trueba.

Eran los últimos minutos de la fiesta y el hijo menor de Bebo Valdés, Rickard, incansable timbalero cubano-sueco de la intensa jornada musical, lo miraba con orgullo y admiración, discretamente, desde una esquina del salón. Hubo un momento, como en el concierto, que las miradas de ambos tropezaron y la felicidad se hizo tan corpórea que se podía teclear con las manos.


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