Viernes, 03 mayo 2002 Año III. Edición 358 IMAGENES PORTADA
Música
Aché para Miami

Los Muñequitos de Matanzas en la capital del exilio.
por ALEJANDRO RíOS, Miami Parte 1 / 2
Danza de Ochún
Muñequitos de Matanzas. Danza de Ochún (P. Portal)

Es uno de esos negros corpulentos que en su país de origen los muchachos llaman "mayor" por el respeto que inspiran. Impecablemente vestido con un traje de tela sin poros, que le hace abanicarse constantemente con el programa del concierto. La gorra gris de ala corta delata que, probablemente, ha vivido en el norte antes de buscar residencia definitiva lo más cerca posible del sol. Sus ostentosas cadenas, manillas y sortijas de oro macizo expresan una nobleza de raza.

Cuando cierto periodista comentó que fuera del teatro había una protesta auguró lapidario: "No va a haber problema".

Un americano sentado a sus espaldas lo saluda y él responde en perfecto inglés: "Hace treinta y seis años que no los veo". Luego, en medio del espectáculo, la rumbera más zalamera le arrebata el sombrero que después aparece como parte de una coreografía.

Cuando el público es conminado a gozar en el escenario, el negro corpulento, quien había ido narrando en baja voz las escenas musicales dedicadas a las deidades afrocubanas, sube, no sin dificultad, los pocos escalones que lo separan de la acción, se pone a rumbear y busca con cierta ansiedad al más joven de los danzantes, un niño de trece años que puso al público de rodillas como un torbellino, tirando pasillos insólitos o percutiendo con desenfado.

El "mayor" lo localiza entre el gentío frenético, enfila su humanidad al diminuto y moderno güije, logra casi paralizarlo con la mirada y se funden en un abrazo espeso y cálido, como de padre e hijo, en un reencuentro largamente añorado.

El sortilegio de la primera actuación de Los Muñequitos de Matanzas en Miami se había cumplido. Dos cubanos, distintos y diferentes, fueron lo mismo otra vez.

La sede del hechizo fue el teatro Jackie Gleason, en Miami Beach, con más de 2000 localidades totalmente ocupadas por un contubernio racial de cubanos de todos los colores, americanos y representantes de otras etnias de la hedonista Babilonia del sur de la Florida.

Desde el principio del espectáculo La rumba soy yo, título homólogo del disco compacto por el cual merecieran el premio Grammy, los caracoles fueron literalmente tirados por una de las bailarinas y los principales santos del panteón negro cubano recibieron lo suyo con un cuadro representativo tras otro, casi sin aliento.

El público, en estado de euforia total, no sabía si aplaudir, permanecer sentado, explayarse o bailar. Estaba, de alguna manera, perturbado con la simulación de un solar habanero y sus atributos folclóricos sobre la escena.

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