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Carta a la maleta de la Escuela al Campo

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA Parte 2 / 2

Ahora que el Solo te evocó para mí, aquella tarde, he decidido preguntarte y preguntarme algunas cosas que tal vez tú, muda pero no sórdida testiga de nuestro desamparo, pudieras responderme, como por ejemplo, cuándo arrebataron de nuestros infames cuellos las cadenas y los crucifijos, para sustituirlos con el cordón con la llave que te abría el candado. Aquel cordón era casi umbilical, y estaba siempre entre lo sagrado y lo asqueroso, pues al finalizar estaba ya tan brillante y encerado como el piso de una sacristía. También me pregunto, quién invento la genial receta de la leche quemada en los desayunos, y por qué todos los cocineros se llamaban Oriente.

Nos alejaban, en tu rectangular geografía, de aquel rezago del pasado seudo republicano y capitalista que eran nuestros padres, para que nos deformáramos solos o bajo la tutela de aquel otro rezago del pasado seudo republicano y capitalista que eran nuestros profesores, quienes casualmente eran también padres de alguien alejado de ellos en este mundo. Yo no sé si estaba pensado y estudiado, pero los domingos esperábamos con verdadera pasión revolucionaria y estomacal la visita de aquellos rezagos del pasado seudo republicano y capitalista. Volvíamos a pertenecer, temporalmente, a nuestros padres. Los puretos convertidos en Melchor Gaspar y Baltasar, arribando en camellos, burros, carros alquilados, trasbordos interminables, trenes y cohetes antediluvianos. Y aquellos pesebres se alegraban sinceramente con su carga de galleticas de soda, pudines, tamales en cazuela, tamales en hojas, con pica y sin pica, cakes, panetelas, cascos de guayaba y de toronja, quesitos crema, caramelos, torticas de Morón, tartaletas, barras de membrillo, (membrillo se fue a la guerra/ qué dolor qué dolor qué pena), arroces con pollo y arroces con sorpresa, y hasta arro rró mi niño. Arroces atroces a los que echaban todo lo que pudiera salvarnos. Hasta cariño. Y, cuando inauguraron aquel pulmón de la ciudad llamado Parque Lenin, comenzaron a invadir los modernos gulags temporales las deliciosas tabletas de chocolate conocidas por la plebe irredenta, curiosamente, con el enemigo nombre de Peters. Lenin alimentaba a las víctimas de Stalin en una especie de relajo histórico reivindicativo. Y hasta las pudorosas niñas empetergadas cantaban sin sonrojarse: "Dale manguera/ por dentro y por fuera", con candor vaginalmente revolucionario. Y el lunes era día sagrado de peregrinación a la letrina, una especie de Meca donde se purgaban los pecados pesados del domingo.

Claro que no voy a mentir diciendo que te recuerdo con alegría, porque pesabas como carajo y eras más incómoda que un domingo rojo. Uno tenía que estar espantando constantemente de tu lomo a cuanto socio cansado quería dejar sus huellas nalgatales. Menos el gordito trajín que nos tocaba por plantilla, todos mostraban guasabeo contigo. Mi júbilo tal vez tendría olor a litera de yute, a caballo robado, a cuje de tabaco y a gasolina de tractor, porque era una manera de librarnos de la rutina y conocer el hermoso paisaje campestre a través de las legañas del "de pie". Una oportunidad única para comprobar que el rocío era un fenómeno real, que existía fuera de las canciones, y conocer en persona a un sijú platanero moviendo el güiro como la niña de El exorcista.

Lo que no le dije al Solo aquella tarde de maletas y gaviotas frente a la bahía, fue que la misma madera con que te fabricaban era la de los ataúdes, así que ya eras entonces como una premonición de que íbamos a seguir pegados a la pinotea en el futuro luminoso que nos preparaban, aunque la mayor utilidad que tenías en ese tiempo —fanguito y galleticas aparte— era el de polvorín, pues en tu vientre almacenabas los paquetes de gofio de nuestras batallas nocturnas. Y que príquiti príquitimpá con tao tao y cumbinquinqui, si se pegan seis maletas, eso ya viene a dar una balsa de cabotaje con la eslora precisa para cumplir otra norma.

Hasta Pitágoras, tan griego él, lo había anunciado —y esto tampoco se lo dije a mi socio el Solo, rodeados de otros maleteros lejanos— que la menor distancia entre dos puntos es la maleta de palo que los une.

No eras Samsonite, pero no te rompía ni Sansón Melena.

En nombre de todos los comemierdas que nos comimos el millo cargándote, y en el mío propio, queda asido así de ti,
Ramón

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