Jueves, 24 octubre 2002 Año III. Edición 479 IMAGENES PORTADA
Economía
Groucho Bush

'Es la economía, estúpido': ¿Qué trae de nuevo y qué de viejo la actual presidencia de los Estados Unidos?
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami Parte 1 / 2
G. Bush
Presidente norteamericano Bush

En una de sus mejores películas, Duck Soup (Sopa de Ganso), Groucho Marx advierte luego de ser nombrado Jefe de Estado: "Mi gobierno será todavía peor que los precedentes". Y poco después añade: "Serán fusilados todos aquéllos que se dediquen a la corrupción administrativa, a no ser que decidan darme una parte de sus beneficios". En otra escena manda ametrallar a sus propias tropas y cuando un oficial le indica el error cometido, le pone un fajo de billetes en la mano mientras le susurra al oído: "Que esto quede entre nosotros". Groucho fue un excelente comediante y George W. Bush es un pésimo presidente. Esa es la diferencia entre ambos.

La caída vertiginosa de las acciones en Wall Street, que amenaza la recuperación económica mundial y ha colocado a la defensiva al gobierno republicano, no es sin embargo culpa de Bush; lo que no lo excluye tampoco de compartir los intereses y el punto de vista de los culpables. Todo empezó décadas atrás, principalmente con el gobierno de Ronald Reagan, pero no sólo los políticos son responsables de la debacle sino también quienes lo eligieron. Echarle la culpa a los ricos y a los ejecutivos de lo que está sucediendo en Estados Unidos es una fórmula demasiado simplista y agotada.

Tras el triunfo de las elecciones norteamericanas de 1980, el Premio Nóbel de Economía Paul A. Samuelson le preguntó a su empleada doméstica qué pensaba del resultado. "Yo voté por Reagan", le respondió la mujer. "Entonces debe sentirse feliz", le respondió el profesor. "¿Cómo puedo sentirme feliz si mi hermana va a perder su asistencia social y mi sobrina tendrá que abandonar su curso de computación y dedicarse a limpiar casas? Si les quitan sus cupones de alimentos no sé cómo van a remediarse". La moraleja es que los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos.

Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan), y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, pero en 1995 beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y al nuevo Congreso republicano. La mayoría de los norteamericanos acogieron con satisfacción la reforma del sistema de asistencia social, al que culparon de gran parte de los problemas económicos del país, aunque tal medida sólo le ahorró al país mucho menos del uno por ciento del Producto Nacional Bruto. Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos beneficiaban principalmente a los ricos tuvieron poco efecto en las urnas y cualquier propuesta para regular los negocios fue inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o anticuada. El auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separa a los ricos y los pobres. De pronto, el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza a los directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas.

No es la primera vez que esto ocurre en la nación norteamericana; no hay que pensar que será la última. De hecho Estados Unidos parece condenado al péndulo entre los intereses públicos y los privados. Pasó durante la época dorada a finales del siglo XIX, en la década del veinte en el siglo XX y está volviendo a comienzos de esta nueva centuria. El engrandecimiento de las corporaciones y la Bolsa de Valores aumentando de tamaño como una burbuja que revienta y provoca una crisis económica que lleva al establecimiento de regulaciones.

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