Lunes, 15 julio 2002 Año III. Edición 409 IMAGENES PORTADA
Los libros
Memorias de una isla

por C. E. D., Miami Parte 2 / 2

El segundo paisaje se titula El centinela en el Cristo, y cuenta el paseo de una noche de verano en la que Casey y un amigo extranjero deciden ir a ver el Cristo de Casablanca. En el Muelle de Caballería alquilan una falúa (estamos en los sesenta, claro está), cruzan la plazuela y los portales apagados del caserío, inician el ascenso por la escalera del Observatorio. La escapada tiene un aire furtivo, de aventura adolescente en una ciudad vista desde lo alto. A lo lejos, dormita un soldadito. La Cabaña parece una cabaña. De pronto, ingenuos, se les ocurre que el sitio en que se encuentran es ideal para alguna ofensiva enemiga: "Sentados frente a la enorme estatua, medíamos la distancia con la vista y conjeturábamos, con la calma de quien medita un abstruso problema, las posibles formas de ataque, cuando al volvernos para apreciar mejor una distancia vimos a nuestras espaldas, casi tocándonos, como si también tomara parte en el abstracto cálculo, pero sonriendo y reposando acostado sobre la tierra, al soldado rebelde que habíamos visto allá abajo, como vagando sin rumbo junto a la carbonera".

Allí, bajo el Cristo de Casablanca, Casey experimenta su revelación revolucionaria. Un ángel sonriente lo encañona con su Garand al tiempo que lo desarma con su ambigua belleza. Había subido, se nos dice, "como un gato montés". Es imposible no darse cuenta de las connotaciones eróticas de la escena, disfrazada de diálogo (imaginamos al escritor medio asustado, sacando el carné de periodista, explicándose ante el fusil con esa dicción arenosa y torpe que lo convertía en blanco de burlas fáciles). Aunque refiere su conversación con alguien que "se expresaba en términos inusitados de la vida y la muerte, pero sobre todo, de la vida y del derecho al disfrute de sus bienes inagotables; de una nueva justicia, de un concepto más humano y menos abstracto del bien", en realidad Casey relata una de esas visiones cavafianas, donde lo esencial no son las palabras que pronuncia el adolescente, sino "la expresión intensa del rostro". "Todas las palabras estaban de más" —dirá luego— ante aquel "producto telúrico, un ser dulcísimo producido por la violencia, mitad criatura de los riscos, mitad apóstol justiciero y juguetón que mostraba dientes fuertes y blanquísimos en una gran risa de adolescente (...) Para mí, alimentado sobre la misma tierra, este pequeño muchacho campesino [nótese el anglicismo] de pómulos altos, de melena negrísima y tirante, atada fuertemente a la nuca con peinetas de carey en un mechón de muchacha, con absoluto desprecio por los atributos convencionales de su sexo, era tan inesperado como podía serlo para mi asombrado amigo, que veía ahora frente a sí, asombrosamente resumida, la Revolución".

Si en 1960 Casey creía descubrir la Revolución bajo la figura del efebo verdeolivo, cuatro años después buscará cualquier forma de escapar de aquella pesadilla. Como dice Cabrera Infante, su mentor periodístico, "Calvert era el escritor ideal para una época ideal —mientras duraron ambos". En Memorias de una isla podemos atisbar ese paréntesis, el sueño de una liberación pagana ("los rostros atezados, los cabellos largos castigados por el viento de enero, las miradas que querían penetrarlo todo"), una naturaleza que triunfa sobre la sociedad para devolverle sensualidad a las fotos épicas de Mayito o de Korda.

Casey se fue por fin de Cuba en 1966. Creo que no volvió a escribir ensayos. Sus últimos días en Europa parecen un cuento suyo. Según Cabrera, terminó viviendo en una zona que le recordaba vagamente su ciudad perdida. Vio La Habana en Vía Barberini, el Tritón convertido en Neptuno criollo. Se imaginó bajando por la calle Reina, entre el bullicio de todos los días. Vivió una pasión atormentada con Gianni, su amante italiano. Escribió cartas de despedida que se extraviaron por culpa de una huelga de correos. Refugiado en sus recuerdos de la Isla perdida, tuvo miedo de los días idos, y cultivó una obsesión que es fácil de entender cuando se han leído sus Diálogos de vida y muerte, donde analiza cómo Martí se pone a "sobar la muerte, a hacerla suya mediante la proeza poética morbosa, para destruirla comunicándole la vida, que es su negación y su destrucción definitiva". Terminó suicidándose con una sobredosis de barbitúricos en mayo de 1969.

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