Lunes, 15 julio 2002 Año III. Edición 409 IMAGENES PORTADA
Los libros
Pedro Blanco, el negrero

por C. E. D., Miami Parte 1 / 3
Portada

A los dieciocho años, el narrador Daniel Iglesias Kennedy descubrió en una olvidada estantería este libro de Lino Novás Calvo, cuya lectura significó para él una sorpresa que le reveló las verdades que hasta entonces había percibido como tímidas insinuaciones.

La imaginación derrotada

Para muchos autores, la escritura de ficción ofrece esa segunda oportunidad que la vida suele negarles. De espectadores desarraigados pasan a ser partícipes de aventuras imaginadas. Sir Frederick Bartlett escribió que recordar no es sólo revivir episodios fragmentados e innumerables, sino una reconstrucción imaginativa de experiencias pasadas, un ejercicio en el cual prevalece la reacción del autor ante el impacto de esos recuerdos y que se manifiesta en un pequeño detalle de magnitudes sobresalientes que aparece en forma de imagen. Por su parte, el jesuita italiano Mateo Ricci, quien viajó a China en misión evangelizadora a finales del siglo XVI, el hombre que dibujó el primer mapa del mundo para los chinos y acabó perturbando a la corte de la dinastía Ming con sus revelaciones de que existían otros reinos extensos y poderosos y de que la Tierra era redonda, desarrolló un sistema complejo de la memoria que le valió para trasladar en su cabeza toda una biblioteca con la teología de la cristiandad. Ese palacio de la memoria ideado por Ricci no era otra cosa que una estructura mental imaginaria donde podía depositar un conocimiento erudito al cual solamente él tenía acceso. Manipular la sabiduría, fabricar una imagen y dotarla de contenido es una receta eficaz para conseguir una escritura perpetua.

La lectura de Pedro Blanco, el negrero consiguió ese primer efecto de sorpresa y parálisis con el que un adolescente se enfrenta a un texto que revela en forma de lenguaje unas verdades que hasta el momento había percibido como tímidas insinuaciones. La emoción predominante fue la de una frustración venidera que alimentó mi escepticismo. Un libro encontrado entre reliquias embutidas en una estantería olvidada, una humilde edición de la Colección Austral de Espasa Calpe (Madrid, 1955). A los diecisiete años la memoria es inútil, no existen recuerdos, y la reflexión se percibe como una metafísica irrelevante. El azar de encontrarse frente a una lectura que nos incita a compartir un sentimiento de crisis espiritual me animó a tomar las primeras notas y elaborar algunas frases que incluiría posteriormente en algunas de mis novelas. Era el año de 1968, estaba a punto de terminar el preuniversitario, y aún no conocía ninguna causa ni proyecto por los cuales yo hubiera querido luchar con nobleza ni vivir con humildad. Si me proponía escribir libros y contar historias corría un enorme riesgo. Un personaje de novela me lo estaba advirtiendo: un chico llamado Pedro Blanco Fernández de Trava.

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