Lunes, 15 abril 2002 Año III. Edición 344 IMAGENES PORTADA
Los libros
Historia y estilo

por C. E. D., Miami Parte 1 / 2
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Autor de textos esenciales como Isla sin fin y El arte de la espera, el ensayista e historiador Rafael Rojas no tuvo dudas al seleccionar su libro para esta sección: eligió una obra de Mañach que leyó por primera vez cuando era estudiante de Filosofía, una etapa en la que, como muchos cubanos antes y después, se preguntaba por qué nuestra cultura carecía de una verdadera tradición filosófica.

Réplicas de un autor menor

Si no recuerdo mal, la primera vez que leí Historia y estilo de Jorge Mañach fue en algún momento de 1988. Estudiaba entonces la carrera de Filosofía en la Universidad de La Habana, y en vano trataba —como tantos cubanos antes y después— de explicarme por qué la cultura cubana carecía de una verdadera tradición filosófica. Mi encuentro con aquel libro no fue nada misterioso: leí un ejemplar, de la edición de la Editorial Minerva de 1944, en una mesa de la Biblioteca Nacional.

Puedo recordar con nitidez cuáles eran mis lecturas recurrentes en aquellos años: Hegel, Marx, Martí, Lezama, Foucault... En esa compañía, Mañach resultaba una evidencia de la imposibilidad de organizar un pensamiento especulativo en Cuba. Conocía ya La crisis de la alta cultura en Cuba e Indagación del choteo. Esperaba algo similar: un juego referencial con dos o tres autores europeos (Scheler, Ortega, Husserl o Toynbee) y luego algo así como una "obertura cubana", en la que ciertas nociones de la metafísica occidental se aventuraran en una ridícula fenomenología caribeña.

Lo primero que me sorprendió favorablemente de aquella prosa fue su transparencia. Una virtud que se dilataba ante mis ojos a medida que el texto operaba sus frecuentes oscilaciones entre historia y hermenéutica. Ahora entiendo que, en buena medida, Historia y estilo debe esa fluidez al hecho de que el libro está conformado por los discusos de ingreso a las academias de Historia y de Artes y Letras de Cuba. Mañach se dirigía al campo académico con el lenguaje de un escritor. Curiosamente, en un texto como Examen del quijotismo asumía la actitud contraria: acentuaba la jerga profesoral frente a un público literario. Esa tensión de roles tal vez contribuyó a la afinación de su prosa.

Cuando terminé de leer el primer ensayo del libro, La nación y su formación histórica, percibí que aquel autor "menor" —nunca acepté el estatuto de "pensador burgués reaccionario" que le otorgaba el claustro de la Facultad de Filosofía— lanzaba réplicas muy eficaces contra todas mis lecturas. Muy lejos del pretensioso Hegel, Mañach aspiraba no a una "filosofía de la historia", sino a una "historia reflexiva". Tampoco defendía un abandono total de lo especulativo, como recomendaba el "dialéctico" Marx. Por muy martiano que fuera, escribía sin la vehemencia de los héroes políticos. Era, en efecto, un intelectual, pero con el suficiente civismo como para no consagrar el ámbito de lo secreto, a la manera de Lezama, y asumir sin rubor su vocación pública. Al igual que Foucault, Mañach proponía una arqueología: "poner al descubierto los significados y relaciones más íntimas de nuestro proceso histórico". Su excavación —practicada en el segundo ensayo, Esquema histórico del pensamiento cubano— no estaba motivada, sin embargo, por el afán de redimir los sujetos subalternos de un poder atomizado, sino por una pedagogía moral de las élites nacionales: "el impulso minoritario a que atribuyo lo más noble y firme del proceso histórico es eminentemente desinteresado".

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