Lunes, 15 abril 2002 Año III. Edición 344 IMAGENES PORTADA
Los libros
Obra poética

por C. E. D., Miami Parte 1 / 2
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Lector asiduo e inteligente de la poesía cubana, magnífico poeta él mismo, Manuel J. Santayana cuenta cómo su descubrimiento tardío y "desde afuera" de la obra poética del autor de Cielo en rehenes marcó su sensibilidad de manera decisiva.

Una vivencia deslumbrante y reveladora

Desterrado de Cuba por voluntad propia desde los catorce años de edad, descubrí la literatura cubana fuera de mi tierra. Según se mire, la experiencia tiene sus ventajas o sus desventajas. De éstas, que son probablemente enormes, me resultaría doloroso hablar: pertenecen a ese mundo de evocación nostálgica que impregna algunas páginas de nuestras letras, desde Heredia, Zenea y Martí. Sin embargo, en las páginas de esos poetas, que habían vivido sus años formativos en la Isla, la patria es una presencia viva y punzante. Para mí, por el contrario, se reduce a unos cuantos recuerdos, unos pocos imborrables en su nitidez, y otros, los más, vagos y nebulosos. Vive, mucho más que en la imagen evocada, en la idea de sus forjadores y artistas, cuyas obras conocí ya adulto. Descubrir su literatura —y muy particularmente su poesía— le imprimió un perfil a aquella imagen imperfecta, y le agregó matices que la sensibilidad abrazó con ávido entusiasmo, con el deslumbramiento que sentimos ante lo distante. Aquí se pueden encontrar, quizás, algunas de las ventajas a que antes aludí. Para resumir: fue un descubrimiento tardío y "desde afuera", pero no por ello menos apasionante.

El primer poeta cubano contemporáneo que descubrí y leí con extrañeza y fervor fue Emilio Ballagas. Extrañeza, porque me revelaba zonas del lirismo que me resultaban nuevas y deslumbrantes en su economía, su temblor, en la electricidad de sus silencios. Fervor, porque aquella extrañeza era, paradójicamente, un reconocimiento. Su obra me llevaría a la de Eugenio Florit, maestro muy querido, cuya amistad y ejemplo son mi mayor tesoro, y a la de Mariano Brull, sobre quien escribí mi tesis de grado. Tras leer a aquellos maestros, la guía sensibilísima de mi gran amigo, el excelente poeta Félix Cruz-Álvarez, y la lectura de Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, desplegaron ante mí el panorama de la gran lírica nuestra, a partir del Romanticismo. Pero la sorpresa inicial, el hallazgo —al parecer— fortuito de la lírica cubana moderna, lo debo a la lectura, en una biblioteca estudiantil, de la Obra poética de Emilio Ballagas, con prólogo de Vitier. Si alguna obra de nuestra literatura marcó mi sensibilidad de manera decisiva, ésa fue la edición póstuma de los poemas ballaguianos.

El prólogo, muy criticado por Virgilio Piñera y sus adeptos, me parece, más allá —o acá— de las diferencias de criterio o de enfoque que pudieran oponérsele, una página maestra. Un modelo de crítica serena, pero no desapasionada; esclarecedora y comprensiva en los dos sentidos del vocablo. No poco tuvo que ver la lectura de esa introducción a la poesía de Ballagas con mi interés por saber más sobre la lírica cubana. Yo diría que fue tan decisiva como el hallazgo de los poemas.

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