Lunes, 15 abril 2002 Año III. Edición 344 IMAGENES PORTADA
Los libros
La selva oscura

por C. E. D., Miami Parte 1 / 2
Portada

Cuando pasó a residir en Santa Mónica, California, la investigadora, crítica y narradora Rosa Ileana Boudet cuenta que los únicos libros que trajo consigo fueron los dos volúmenes de la monumental e imprescindible obra inconclusa de Rine Leal, que según ella habla de la paciencia del investigador y la insolencia del crítico.

Un estandarte de vocación e inteligencia

Los únicos libros que, como casi única propiedad personal, traje hace dos años, cuando vine a residir en Santa Mónica, son los dos tomos de La selva oscura, la monumental obra inconclusa de Rine Leal, tantas veces citada o, mejor dicho, saqueada, pero a la que hay que volver siempre no sólo en busca de un dato o una fecha, sino como una lectura, un paseo por las glorietas de la "fascinación cubana".

Confieso que cuando tuve que elegir los libros que iba a traer conmigo, quizás los seleccioné por una dedicatoria o por una historia que cae fuera del margen de un breve comentario. Pero hoy, cuando Carlos me pregunta, le contesto sin demora, porque más que una obra historiográfica o de consulta, La selva oscura es un libro que desentraña la pequeña historia para hablarnos de los precios de una luneta, la nómina de los actores, las incidencias de la crítica, las rencillas y los rumores, con el mismo tono y altura que cuando interpreta a Milanés o se atreve a calificar a Luaces, "nuestro desconocido", como el gran comediógrafo, o estudiar bajo el mismo signo las ceremonias afrocubanas y los textos literarios, las rústicas obras del bufo o el teatro mambí. Es un libro que habla de la paciencia del investigador y de la insolencia del crítico.

Además, solitario en mi estante vacío, me habla de su voluntad de continuar en condiciones muy difíciles. El primer tomo de La selva oscura aparece en 1975. La portada azul, amarilla y roja de Raúl Martínez, sobre un grabado del interior del Teatro Tacón, ilumina los restantes libros que llegaron después. Rine vivía en la azotea del no. 69 de la calle C, en El Vedado, que nunca llamó, por cierto, pent house. Frecuentó casi a diario la Biblioteca Nacional durante más de cuatro años, en un horario muy desacostumbrado, del mediodía hasta el anochecer, pues era noctámbulo desde sus tiempos de reportero y corrector de pruebas, y dormía las mañanas. En las Salas Cubanas anotó, revisó, leyó periódicos, archivos y legajos con la ayuda de muchos, sobre todo de Zoila Lapique, que, según me contaba, le ahorraba tiempo de búsqueda y le hacía observaciones inteligentes. Guardaba sus fichas en una caja de zapatos, organizaba y anotaba de día y tecleaba de noche en una vieja Remington. Llegaba ilusionado cuando había hecho algún descubrimiento que compartía conmigo mientras repetía alguno de los cuentos de piratas que le contaba Francisco Mota, o alguien lo llamaba para algún compromiso teatral (como por ejemplo, las charlas sobre el teatro cubano en la Universidad de Oriente en 1973). Acostumbrado de cierta manera a ser temido por sus críticas punzantes y demoledoras, a lo Kenneth Tynan (ahora que se han publicado los diarios del crítico inglés encuentro más de un parecido: ver si no En primera persona), la posibilidad de que sus argumentos cambiaran la percepción y hasta el estilo de un grupo de teatro como el Cabildo Teatral Santiago creó una relación entrañable y diferente a la del cronista frente a los espectáculos de las "salitas", que se prolongó después en su Diario del Escambray. Pero ése es el necesario análisis de su obra total que le debemos.

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