Martes, 03 septiembre 2002 Año III. Edición 442 IMAGENES PORTADA
Cultura
El precio a pagar

Cabrera Infante y Alejo Carpentier: De la coherencia ética al exilio rosa.
por JORGE A. POMAR, Colonia Parte 3 / 3

Entre estos títulos había dos que —mucho antes de que entrara en escena ese enfant terrible antillano del género llamado V. S. Naipaul— bastaban para conferirle a su autor credenciales de gurú literario-filosófico desacralizador de la vía revolucionaria como motor de los cambios sociales: El reino de este mundo y El siglo de las luces, novelas que, al margen de su indiscutible excelencia literaria, se pueden leer como contundentes alegatos contra el radicalismo de izquierda.

El ciclo de la acción en El reino de este mundo se circunscribe a las peripecias de la revolución haitiana encabezada por Toussaint Louverture. El personaje central es un esclavo insurrecto que, para su estupor, tras la gloriosa victoria contra el colonialismo francés, se da de bruces con el alucinante espectáculo de un Henri Christophe que se declara rey, se rodea de una pomposa corte, se hace construir una inexpugnable fortaleza en lo alto de una montaña e instaura en el país una monarquía que somete a los estupefactos haitianos a un régimen tan despiadado como la esclavitud francesa.

En El siglo de las luces, Carpentier insiste en el mismo argumento, enmarcándolo en el contexto de los reflejos de las distintas fases de la Revolución Francesa en las Antillas. Víctor Hugues, un aventurero marsellés, llega a Cuba con una mano delante y la otra atrás y traba amistad con los jóvenes herederos de un comerciante habanero. Luego, tras ayudar a los jacobinos a consolidar su régimen del terror en Francia, es nombrado comisario para la Guadalupe. Junto con las ideas liberadoras de la Revolución Francesa, Hugues echa a andar sin descanso en la isla una pavorosa guillotina. A la postre, en nombre de esa misma Revolución, acabará aboliendo una tras otra todas las libertades concedidas hasta cerrar el círculo vicioso revolucionario con una cruenta tentativa de reinstaurar la esclavitud en la Guayana Francesa, pasando por la represión sangrienta, la piratería, la corrupción, las purgas e intrigas políticas (él mismo es tronado), el desastre económico, el auge de la prostitución, la reconciliación con la Iglesia y el enemigo de clase.

Cuando tronaron los fusiles en el Foso de los Laureles de La Cabaña, se multiplicaron las caídas en desgracia y aparecieron las primeras señales de intolerancia oficial, Carpentier debió de haber tenido una especie de sensación de dejà vu o dejà ecrit. Y él, que ya tenía en su haber un didáctico encierro durante el machadato, vio rojo en el doble simbolismo del color. Todo aquello debió de haber sido a sus ojos algo así como la fatal repetición de un guión harto conocido. Pero esta vez había una amenaza en el horizonte mucho más peligrosa que un nuevo mazmorrazo: el ostracismo de la poderosa cofradía cultural de la izquierda, sin cuyo apoyo consideraba perdido incluso al mejor escritor. Evitando lo uno y lo otro, opta por poner fin a cualquier veleidad contestataria y sienta sus reales en la embajada cubana en París. En lo adelante y hasta su muerte, se guardó muy bien de tomar partido contra el régimen. Lo cual, como se ha visto, no vaciló en hacer a favor.

Por una cruel ironía de la vida, el escritor afrancesado de origen y gustos exquisitamente burgueses, el genial apologista de la contrarrevolución, pone su pluma al servicio del totalitarismo castrista y muere en su querida Meca parisina con el carné del Partido en el bolsillo. Cabrera Infante, el escritor raigalmente cubano de estirpe proletaria y comunista, capaz de romper lanzas a lo Orwell sucesivamente contra la derecha autoritaria del capital y la izquierda totalitaria diz que socialista, purga aún su rebeldía y su coherencia ética allá en su gélido e inacabable exilio londinense. Los contrapuestos destinos de Carpentier y Cabrera Infante son una inequívoca prueba de que lo que cuenta para el castrismo no es la ideología, la filiación clasista o la ética personal de los autores, sino únicamente su lealtad al régimen, sea ésta de corazón, de conveniencia, circunstancial o comprada.

Carpentier declaró una vez que "el hombre es el mismo en diferentes edades y situarlo en un pasado puede ser situarlo en su presente". Obviamente, en su caso se equivocaba de plano: la implacable realidad insular y su propia endeblez ética se encargaron de hacerle pasar sin transición del inconformismo a la mansedumbre. Pero el precio pagado por Cabrera Infante —legible en su talante casi siempre cáustico y amargo— sólo él y unos pocos lo saben. Y aunque corren tiempos más benignos, intuyendo la magnitud de ese precio, buena parte de los escritores y artistas cubanos de la diáspora han cruzado sin remilgos el puente de ambigüedad que les ha tendido la nomenclatura cultural de la Isla con una irresistible oferta: el exilio rosa.

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