Brigadas de rescate |
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por RAúL RIVERO, La Habana |
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Son hombres y mujeres anónimos y torvos. En sus pueblos y comunidades son material de desecho. Gente de las orillas y los márgenes, pero todas las noches salen a salvar una sensibilidad, una filosofía, una manera de vivir y morir.
En plena postmodernidad y en el albor de la era digital, ellos defienden desde las barras y las cantinas de los bares más pobres una corriente artística que se niega a desaparecer en Cuba.
Cantan, siempre cantan o recitan, y el azuquín, el saltapatrás, la culebra, bájate el blumer, espérame en el suelo, bebidas que el socialismo destina a los elegidos, le van sacando de la memoria textos y melodías.
En La Habana o en Mafo, en Pinar del Río o en Baracoa, de repente se levanta la voz que recita La leyenda del horcón y la sigue enseguida —para aliviar el dolor y evaporar las lágrimas— el fantasma quejumbroso de José Alfredo Jiménez convencido de que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar.
Ellos elevan, desde esos tugurios donde se sienten más cerca de Dios que nadie en el mundo, las canciones y los poemas que el tiempo y sus corrientes tratan de llevarse.
La que le duele a Jesusín, que ha vivido sus 36 años en Gaspar, en el centro de Cuba, es aquella descarga del tipo que ve pasar a su ex mujer sola, fané, descangallada con la apariencia de un gallo despluma'o. Y llora.
Jesusín llora cada vez que oye la pieza, y de pronto le dan ganas de recitar La lágrima infinita.
Amarante no. Los tangos son muy complicados, dice, tienen muchas palabras que no comprendo. Yo me sé de memoria más de veinte corridos mexicanos.
Hace muchos años que canto de barra en barra, recuerda, pero no de llorón. Yo trato de alegrarme y echarle a las mujeres, por eso también canto cosas de Chicho Vallejo, que dicen que se murió allá afuera.
Ahora, ya después de unos rones, lo que me gusta es hacerme el que oigo los guitarrones y los violines atrás y decir voy a cantarles un corrido muy mentado, lo que ha pasado allá en la hacienda de La Flor.
Es cierto que las mujeres están en minoría en este comando de la nostalgia.
Yo soy fanática a esa música de antes, cuenta Alejandrina, 62 años, mulata que estima pertinente llenarse los cachetes de arrebol.
Las vitrolas se acabaron y vengo a oír las candangas de la gente que viene al bar. Yo compro un trago de señuelo y traigo lo mío en un pomo. Me sale barato y se oye de todo.
Lo mismo un tango, una poesía, una mexicanada o un buen bolerón. Sola en mi mesa, tranquila como en otro mundo. Esto no se va a acabar nunca.
¿Tú no lloras?, le pregunto.
No. Me da sentimiento pero me aguanto, porque me duele el pecho y se me corre el maquillaje.
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