Martes, 24 septiembre 2002 Año III. Edición 457 IMAGENES PORTADA
Opinión
La mar del tiempo perdido

Las sanciones impuestas al régimen aspiran a promover el estado de derecho en la Isla pero, ¿quién carga con los platos rotos entre Washington y La Habana?
por MIGUEL RIVERO, Lisboa Parte 1 / 2
Plato

Quienes desean un periodo de tránsito pacífico del régimen autoritario de Fidel Castro a un sistema democrático, deberían regocijarse de que se normalicen las relaciones entre Estados Unidos y Cuba y se ponga fin al embargo norteamericano.

En primer lugar, resulta aberrante que los estadounidenses no puedan viajar a la Isla, cuando sí a Irán y otros países con regímenes dictatoriales o fundamentalistas. Por tanto, la medida que considera el Congreso de Estados Unidos para que sus nacionales puedan visitar la mayor de las Antillas debe ser contemplada como un problema interno, una armonización de los derechos ciudadanos en un país democrático.

Recientemente, aparecieron en Encuentro en la Red dos artículos abogando por el mantenimiento de las sanciones contra Cuba: Embargo y derechos humanos: de un pájaro sus dos alas (19 de julio de 2002) y ¿Qué hacer? (12 de agosto de 2002). En el primero de ellos el autor, Pérez Martín, plantea en términos bastante absolutos: "Levantar el embargo sólo serviría para perpetuar la política de mano dura del Gobierno cubano, sencillamente porque aseguraría la permanencia del aparato de poder y de los grupos que apoyan el castrismo". Pero, ¿acaso el mantenimiento del embargo ha servido para que el régimen de Castro no aplique selectivamente mano dura contra los opositores?

En realidad, la política de sanciones económicas sólo ha servido al régimen como chivo expiatorio para justificar ante el pueblo, en primer lugar, y ante el mundo en general, que Cuba es un país acosado, al cual el poderoso enemigo del norte trata de doblegar por hambre. El embargo ha demostrado, en más de cuatro décadas, ser un arma obsoleta para convencer a Castro u obligarle a hacer concesiones en cuanto a derechos humanos, políticos y sociales.

En el segundo de los artículos relacionados arriba, Orlando Fondevila argumenta que levantar el embargo fortalecería al régimen y se produciría "un aumento de la represión" contra los disidentes internos.

En la práctica sucede todo lo contrario. Los disidentes tienen sobre sus cabezas la espada de Damocles de convertirse en "agentes del enemigo", y hasta de sufrir duras penas de prisión, precisamente por esta política de sanciones por parte de Estados Unidos. El día que se normalicen las relaciones entre ambos países dicho argumento caería por tierra.

Fondevila tiene razón cuando asegura que los turistas norteamericanos no poseen "cualidades excepcionales" como para que su simple presencia en las calles de La Habana y de otras ciudades provoque la simpatía de los ciudadanos hacia la democracia y un estado de derecho. En la práctica, los visitantes que más influyen en la sociedad son los de la comunidad cubana en el exterior, que aunque se revelen apolíticos demuestran que existen otros modos de vida, mejores oportunidades. Bastaría recordar el nefasto incidente en el cual murieron dos jóvenes "camilitos" (como se les denomina a las escuelas formadoras de oficiales de las Fuerzas Armadas cubanas), y que el régimen vinculó su desesperado esfuerzo para escapar, en el tren de aterrizaje de un avión, a las conversaciones que había mantenido uno de ellos con su abuelo, un visitante procedente de Miami.

Hace pocos días, cierto programa de una importante cadena de televisión norteamericana discutía con los exiliados de Miami opiniones sobre el embargo y el envío de remesas a Cuba. Uno de los entrevistados era de los más vociferantes comentaristas a favor del embargo en una emisora de La Florida. Pero confesó que le enviaba dinero a su hermano, de 69 años, porque tales remesas eran fundamentales para su subsistencia. Lo paradójico es que las ayudas que manda el exilio a sus familias en la Isla sí van a parar, en su totalidad, a las arcas del régimen, mientras que posiblemente una parte del dinero que los turistas norteamericanos gasten en Cuba sería en cadenas de hoteles propiedad de empresas españolas, canadienses o francesas.

Francamente, los cubanos que hayan podido degustar recientemente las manzanas, la mantequilla o el pan producido con harina procedente de los Estados Unidos —algo más que 90 millas de mar anegando un plato vacío—, de seguro coincidirán acerca de que su calidad es superior a los productos que llegaban antes de los "hermanos" países socialistas. A largo plazo, pequeños detalles como estos tienen su efecto en la población.

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