Martes, 24 septiembre 2002 Año III. Edición 457 IMAGENES PORTADA
Opinión
El ala torcida del embargo

¿Qué ganaría la Cuba post-Castro de mantener el Gobierno estadounidense su actual política de sanciones?
por ARTURO LOPEZ LEVY, Nueva York Parte 1 / 2
Manzanas
Presidente de Alimport, Álvarez (izq.) y Baerveldt (dcha.),
de la Comisión de Manzana de Washington. El primer
contenedor de manzanas procedentes de EE UU arriba
al Puerto de La Habana

Cuando en 1992 el presidente Bush firmó la ley Torricelli tras los coqueteos politiqueros del entonces candidato Clinton con la extrema derecha cubanoamericana, algunas voces razonaron que no todo andaba por el mal sendero, pues dicha legislación contenía un nuevo carril que complementaría, con los contactos "pueblo a pueblo", las medidas de fuerza del embargo. Algo se avanzó, pues se restablecieron los contactos telefónicos y se concedió un número elevado de licencias de ayuda humanitaria dirigidas fundamentalmente a las revigorizadas comunidades religiosas y otras organizaciones no gubernamentales en la Isla.

Tras la reforma constitucional de 1992, las comunidades religiosas ganaron en movilización y presencia. En el plano social, su relevancia en la distribución de medicamentos o materiales escolares, la creación de espacios de reunión o la pluralización de las fuentes de información de la ciudadanía, se vio vigorizada por la ayuda proveniente del exterior, incluida la de los EE UU. En el contexto cubano, donde el control estatal de la vida económica, política y hasta privada de la ciudadanía es casi total, el espacio ganado de esos sectores fue en igual medida una retirada mínima y con resistencia, pero merma al fin, de la capacidad de control del Estado comunista.

No muchos creyentes ingresaron al Partido, pero muchos militantes del Partido o de la Juventud Comunista comenzaron a revelar las hasta entonces discriminadas creencias religiosas. A esta simple aritmética que ilustra la doble moral del panorama político isleño, en el que de vez en vez aparecen reformistas defenestrados incluso en el Poliburó, se agrega que las disculpas ofrecidas por pasadas discriminaciones reiteraron las flaquezas de la pretendida infalibilidad de la "vanguardia política". Habría que agregar la airada reacción de algunos militantes y ciudadanos en general cuando algunos documentos internos del Partido criticaron el rol de organizaciones religiosas, como Caritas, en la distribución de alimentos y medicinas.

Para la gran mayoría de los cubanos, no solo los creyentes o miembros de fraternidades, EE UU se convirtió en algo más que el "bloqueo" del Gobierno para ser también fuente de ayuda humanitaria e intercambios con la sociedad norteamericana. Los viajeros legales o ilegales y la incrementada presencia de los cubanoamericanos, algunos regresando a la Isla por primera vez después de décadas de ausencia, marcaron pautas. Esas personas no llegaron a arrebatarle a nadie su casa o a expulsar a los niños de los círculos infantiles con una guadaña, sino a traer información, libros, medicinas, ropas, a ayudar con su presencia a la sobrevivencia de sus amigos, familiares y correligionarios.

Temas como la reconciliación familiar, la necesidad de entendimiento entre la Isla y el exilio, así como una permanente retórica de hermandad entre las comunidades religiosas de los dos países, dinamitaron muchos de los estereotipos de hostilidad y "monolitismo" construidos por los extremismos de derecha e izquierda. Ninguno de esos actores, destacando la Iglesia Católica, desarrolló su accionar sobre un discurso político o se prestó a fines subversivos, pero su mera existencia como voces alternativas, pluralizó y amplió el reducido espacio de libertad.

El efecto positivo de la interrelación entre las sociedades cubana y norteamericana es sin embargo mínimo si se compara con sus potencialidades en un contexto más propicio. El mayor valladar para el carril II es la existencia del carril I, dígase el embargo que lo coarta. La prohibición de viajar para la mayoría de los norteamericanos reduce a ínfimas proporciones el impacto que un flujo continuado de viajeros norteamericanos puede causar en la Isla y preserva las condiciones de aislamiento y desinformación. La ausencia de posibilidades inversionistas para los norteamericanos, y especialmente para los cubanoamericanos, impide someter a prueba la capacidad de los comunistas cubanos para una reforma mayor hacia el mercado por encima de sus estrechos intereses ideológicos y las prebendas de la elite.

Los derechos humanos y la transición democrática que se pretende promover a través de las mal dirigidas sanciones resultan los primeros perjudicados por una política tan vieja como contraproducente. El embargo descansa en castigos absolutos a todos los cubanos sin delimitar objetivos parciales a incentivar; por ejemplo, el establecimiento de una mediana y pequeña empresa privada en el país como forma de definir mejor los derechos de propiedad, o incrementar los costos políticos para la elite de su obstinada resistencia a las reformas.

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