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La impunidad en el banquillo
MANUEL DíAZ MARTíNEZ, Canarias  

Durante el gobierno del radical Raúl Alfonsín, el Parlamento argentino aprobó, en 1986, la ley de Punto Final y, al año siguiente, la de Obediencia Debida. Votados bajo presión de la cúpula castrense, estos engendros “legales” bloquearon la acción de la justicia contra los militares implicados en los secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones que caracterizaron al régimen cuartelario sufrido por el país sureño entre 1976 y 1983. Las maniobras para legalizar la impunidad incluyeron los indultos otorgados en 1989 por el sucesor de Alfonsín, el peronista Carlos Menem, a 1.180 sicarios que actuaron en los campos de concentración y exterminio creados por aquella satánica dictadura (con la que el gobierno de Fidel Castro sostuvo inmejorables relaciones mercantiles y diplomáticas).

Gabriel Cavallo
Juez argentino Gabriel Cavallo.
Anulación de las leyes de Punto Final
y de Obediencia Debida

La frustración en que tales perdones sumieron a la sociedad argentina (se estaba “echando tierra” sobre el asesinato de 30.000 personas, todo un genocidio) se ha visto compensada en parte por la decisión del juez federal Gabriel Cavallo de declarar la nulidad por inconstitucionales de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, decisión que, según un sondeo reciente, tiene un respaldo ciudadano del 78%. La resolución del juez Cavallo, dictada a petición del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), permitirá, si la Corte Suprema la confirma, que nuevamente sean conducidos ante los tribunales los verdugos que no estén amparados por los indultos de Menem.

Mientras esto acontece en Argentina, el ex general Efraín Ríos Montt está teniendo problemas en Guatemala. Principal acusado de los crímenes de la dictadura que presidió luego de derrocar, en 1982, al mandatario constitucional Fernando Romeo Lucas García, el insumergible Ríos Montt, que ahora preside el Congreso, ha sido desaforado por la Corte Suprema de Justicia. Organizaciones de derechos humanos están considerando presentar una demanda judicial para que el viejo espadón golpista, procesado sólo por prevaricación, responda también, ante los jueces, de los crímenes que se le imputan.

Volviéndonos hacia los Balcanes, vemos que la nueva democracia yugoslava ha comenzado a barrer la casa: ya está encarcelado el esbirro Rade Markovic, quien fue jefe de la policía política del régimen genocida encabezado por Slobodan Milósevic (régimen que el gobierno de Fidel Castro defendió abiertamente hasta el último momento y con el cual mantenía vínculos ideológicos y comerciales). Según las últimas informaciones recibidas de Belgrado, Milósevic puede ser detenido de un momento a otro, bien para ser juzgado en una corte serbia o bien para ser entregado en La Haya al Tribunal Penal Internacional para los Crímenes en la Antigua Yugoslavia.

A lo anterior hay que añadir el fallo con que el Tribunal Supremo de Chile acaba de viabilizar el enjuiciamiento de Pinochet (aunque sólo como encubridor de las atrocidades de la Caravana de la muerte).

Estos golpes, en diversos países, contra la impunidad de dictadores y genocidas —golpes que en algunos casos han sido posibles gracias a la colaboración internacional— evidencian el fortalecimiento del Estado de Derecho y el auge de la democracia, así como la falta de un tribunal con jurisdicción ecuménica para perseguir el terrorismo de Estado.

Dos obstáculos poderosos suele hallar en su camino el empeño de sentar en el banquillo a la impunidad: los rejuegos políticos y los intereses económicos ajenos a la ética cívica. Son estos obstáculos los que hacen posible que, mientras los jueces persiguen a Pinochet, a Milósevic y a los golpistas argentinos, un régimen como el de Castro cuente, al ser enjuiciado en los foros internacionales de derechos humanos, con la tibieza o la plena complicidad de no pocos gobiernos democráticos.


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