El título de este artículo puede sugerir que quien lo redacta tiene un ego tan enorme que ni siquiera respeta aquello de "el burro por delante"… Pero no se trata de eso. Cuando hablo de yo, incluyo a todos los yoes: el tuyo, el mío, el yo de aquel con quien nunca podremos ponernos de acuerdo. Porque la democracia es, ante todo, una relación política que se basa en tener en cuenta a la comunidad humana como un conjunto de yoes, es decir de individuos.

En el encuentro de poetas cubanos de las dos orillas que tuvo lugar en Madrid, en 1995, José Triana mencionó los grandes problemas que conciernen a la literatura y comenzó mencionando a la relación del individuo con la sociedad. Creo que se quedó corto pues, intrínsecamente, todos los problemas del ser humano tienen como origen la relación del individuo con lo otro (la sociedad) o viceseversa. La familia, el amor, el sexo, la política, la amistad, la economía son algunas de las casi infinitas manifestaciones de esas relaciones.

Las relaciones políticas predemocráticas parten del concepto de que en toda sociedad tiene que desarrollarse una élite dirigente que asuma y represente al orden, es decir, que gobierne al resto, que se desindividualiza en un conjunto que ha sido llamado plebe, chusma, masa o pueblo. Y aunque sólo las élites basadas en el principio de casta son casi del todo inmovilistas, en general todas tienden a constituirse en tales, es decir, a cerrarse. Sólo la democracia propicia la movilidad de las élites —lo cual no quiere decir que la garantice—, de modo que lo representado puede variar en la medida en que se desarrollan intereses y fuerzas diversas, lo suficientemente significativas como para organizarse y manifestarse políticamente.

En la democracia, el significado puede y debe ser otorgado por la suma de individualidades conscientes que hace suyo determinado objetivo. Es decir, lo que da significado a una democracia es la capacidad de sus integrantes por ejercer sus derechos y —contra partida inevitable— cumplir sus deberes. La enorme complejidad de las relaciones democráticas está basada en que la reclamación de derechos y la asunción de deberes no debe partir de mecanismos sociales coercitivos, sino de la propia decisión individual. Es, fundamentalmente, una versión laica del principio del libre albedrío cristiano y creo que no es casual que los países donde ha predominado el protestantismo hayan podido afianzar los principios democráticos con menos esfuerzos que los países de tradición católica, mucho más condicionados por un ordenamiento piramidal.

Porque el ejercicio de la libertad, inherente a la concepción democrática de las relaciones sociales, está basado en el principio de la responsabilidad individual. Durante mucho tiempo, la izquierda políticamente activa enfrentó los principios que potencian la solidaridad versus los que desarrollan la individualidad, sin comprender que no hay verdadera solidaridad si esta no se basa en la decisión individual, en el compromiso personal. Es decir, en el principio de voluntariedad, que ha permitido experimentos tan eficaces y verdaderamente solidarios como la mayor parte de los trabajos realizados en el Tercer Mundo por individuos provenientes del países desarrollados, o manifestaciones tan contundentes como las que han tenido lugar en Madrid para reclamar que un 0,7% del PIB se destine a ayuda a los países menos favorecidos por el orden internacional.

Otra diferencia fundamental que tiene la democracia con órdenes precedentes —el socialismo realmente existente (para usar la feliz denominación con que Rudolf Bahro definió a los países comunistas) ensambló un sistema predemocrático— es que se trata de un concepto en perenne evolución, no un canon al cual se debe aspirar. No es posible ni deseable llegar a la democracia, se intenta vivir en democracia, lo cual son conceptos completamente distintos.