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Sevilla
LUIS MANUEL GARCíA, Sevilla  

Desde aquella primera vez que canté el himno nacional frente a la bandera y el escudo —con su palma, sus montañas verdes y su río—, sospeché (sin sospecharlo aún) que tras el paisaje se escondía un sentido alegórico que rebasaba lo meramente figurativo. De un modo subconsciente, intuitivo, esa sensación se fue alimentando durante mis ascensiones al Turquino, en las Cuchillas del Toa, en una playa subterránea de Manzanillo, en los herméticos hoyos pinareños y las playas intocadas de los cayos, frente a los vitrales también, junto a las piedras del Castillo de la Fuerza, o en esa imagen singular que ofrece La Habana desde la boya que manichea la circulación de los barcos a la entrada de la bahía.

Según Luc Benoist, el arte chino siempre concedió más valor al paisaje que al hombre. Y, aunque no comparta del todo la afirmación, me asaltan demasiados aguafuertes y plumillas donde el héroe de una leyenda o un dignatario del imperio son apenas un accidente en medio de las olas, las frondas o los pedregales encrespados. Un accidente que, por otra parte, es casi siempre el centro focal del paisaje. Así, en el centro de cualquier lomerío yumurino o planicie camagüeyana, está el hombre cubano, aunque se haya apartado obediente para no salir en la fotografía. Porque el paisaje es el hombre. De su conjunción con la naturaleza nace el concepto del paisaje, que yace esperando por su mirada, la propia, la que tamizará de él los elementos perdurables, la que fabricará los símbolos y alimentará reminiscencias y nostalgias. Y así teje sus trampas: una fortaleza colonial que en Cartagena de Indias nos catapulta hacia las batallas navales de la infancia, sobre cajas de bacalao noruego, en los fosos del Castillo de La Fuerza; el olor a solar habanero de los corrales de vecinos en el viejo Cádiz; ese Varadero abrupto que es Can Cun, los flamboyanes de Sevilla, hasta que florecen de azul y se desvanece la ilusión; la imagen de la Trocha santiaguera cuando desciendes hacia el mar por Salvador de Bahía; o esa Trinidad encalada de limpio que no deja de engatusarte la memoria en los pueblos blancos de Andalucía.

Mircea Eliade se reduce a afirmar: "Un hombre no escoge nunca el lugar. Se limita a descubrirlo". Pero es todo un ciclo: Descubre, se apropia y rehace el paisaje, devolviendo algo que es, a través de su pluma o sus pinceles, a través de su percepción última (o primera, que el arte tiene sus sorpresas), un paisaje compuesto con el paisaje. Así, las montañas de Puriales en el Diario de Campaña de Martí, los lienzos de Tomás Sánchez o:

"Las sucesivas coronas del desfiladero
—van creciendo corona tras corona—
y allí en lo alto la carroña
de las ancianas aves que en el cuello
muestran corona tras corona".
(de José Lezama Lima: Rapsodia para el mulo)

no son sino los paisajes de sus coordenadas mentales, de su imaginación, agazapados bajo un algarrobo, un manglar infinito o corona tras corona.

Hombres que descubren el lugar y lo incorporan al paisaje de su imaginación, para entregarnos esa imagen que es la elipsis del paisaje. Y llegar a operar una transmutación del paisaje, o de su percepción —después de Eliseo, la calzada de Jesús de Monte, su polvo y su luz, nunca volvieron a ser los mismos—. Como los que aparecen en los sueños, donde ya el subconsciente seleccionó con cuidado los elementos y la composición, para que los psicoanalistas rastreen más tarde complejos e inhibiciones.

"Todo hombre superior ama el paisaje, ¿cuál es la razón?" —dice Kouo-hi. Y si hombre superior equivale a sensible, no hay dudas. Ninguna sabiduría será una introspección sin límites.

Si los colores y los elementos constituyentes del paisaje conformaran su significado, y si se pudiera hablar de un significado prístino en la naturaleza, no sería azarosa la doctrina que postula los diferentes lugares como estados diferentes. Lo abrupto, el regreso; lo llano, un final apocalíptico, deseo de dominio y muerte. La tradición persa indica que en el fin del mundo, cuando Ahrima sea vencido para siempre, las montañas se aplanarán y toda la tierra será una gran llanura. Hebreos y franceses arribaron a alegorías semejantes. Sólo transcribo. Pero sí confirmo que hay paisajes lúgubres y alborozados, heroicos y melancólicos, porque suscitan en nosotros el paisaje interior de las sensaciones, como si oprimieran ciertos resortes (tan personales como las huellas dactilares) que yacen en cada hombre, guarecidos de la razón, inermes ante la belleza.

Del mismo modo que compone su música y sus símbolos, su idioma y sus monumentos, cada pueblo edifica sus paisajes empleando como materias primas los valles, mares y sierras que les atribuyó la geografía. Y si los paisajes intervienen (me limito al sentido más recto) en la conformación del clima, también participan en esa paciente tarea que es el crecimiento de un clima humano, de una idiosincrasia, de un modus vivendi que fabrica los ojos con que mirar, a su vez, el paisaje.

Por eso siempre he sospechado, y a veces intuido, que en cualquier cubano, además de un intestino grueso y un corazón, una colección de metacarpianos y un sistema linfático, hay un Viñales y una sierra del Escambray o la Maestra, una Habana Vieja también y un Tivolí —que del paisaje urbano tampoco nos libramos— latiendo imperceptibles para los estetoscopios, pero dictando el rictus, el gesto, la sonrisa.


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EZEQUIEL PéREZ MARTíN, Mendoza, Argentina

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