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Cuando el silencio calla (III)

por RICARDO GONZáLEZ ALFONSO  

Erraron los cronistas. Los perros autóctonos no eran mudos: el Cacique no los dejaba ladrar. Los papagayos podían emitir con sus canturías de media lengua "¡Vivaaaa el Cacique!"... pero nada más.

El sonido más constante era el de un mayohuacán que transmitía las noticias oficiales: Tum-Tum. "Cosecha de cohiba mayor que anterior". Tum. "Prohiben a behíques trueque con habanos". Tum-Tum. "Ahora aborígenes ser iguales, todos comer catibía". Tum. "Caribes no ser tan fieros como se pinta." Tum-tum. "Cada vez haber más conucos de maíz". Tum. "Si cosa estar de yuca sin ñame ser culpa de bloqueo apache". Tum-tum-tum.

Y así de luna a sol y de sol a luna.

De tanto toque de mayohuacán los nativos no se daban cuenta que las hojas de cohiba eran cada vez más pequeñas, que las bolitas de catibía hacían estallar los dientes, que las mazorcas no tenían granos, que los macanazos de los caribes no había Semí que los aguantara. De modo que todos estaban convencidos de que si no había donde amarrar la iguana se debía a esos malditos apaches.

Un día se escuchó a un mayohuacán con otras informaciones. Hablaba de los abusos de los caribes. De los derrumbes de caneyes y barbacoas. De las cosechas, cada vez más deshechas. Y de que era injusto que los aborígenes comieran catibía mientras el Cacique y los suyos se alimentaban con jamón de caguama. Esos mensajes hacían que los miembros de la tribu se preguntaran: "¿Por qué el bloqueo ser sólo pa' nosotros?"

Al Cabecilla de los Consejos de Ancianos y Suministros le dio una rabieta tan fuerte, que el Instituto de Meteorología Antillana pronosticó un huracán de categoría cinco. Resultó una predicción moderada.

El Sistema Único de Vigilancia Aborigen, conocido como SUVA, se puso pa' la cosa. Cada Comité de Defensa Indígena trató de averiguar de dónde rayos salía tanto repique disidente. Fueron amenazados los indianos y los animales del monte, y, como se sabe, no hay quien suba sin cooperar con el SUVA. Un guacamayo rojo, por supuesto, fue el delator.

Los caribes apresaron al autor de las transmisiones. Era un taíno independiente. Le confiscaron el mayouacán, le levantaron un códice de advertencia y lo amenazaron con aplicarle la Ley de Peligrosidad Tribal. Resultó inútil. Sonaron otros mayohuacanes. Nuevas incautaciones. A. varios los enviaron como naboríes al Combinado del Poniente, y más de uno tuvo que cruzar la Mar Océano.

Además, cada vez que se escuchaban toques alternativos, cien guanatabeyes soplaban sendas tubas de caracol, los papagayos chillaban "¡Vivaaa el Cacique!", los mayohuacanes oficialistas exhortaban constantemente a la unidad de los nativos ante la inminente invasión de los apaches, y el Máximo Cacique ordenaba una marcha en honor de lo primero que se le pusiera a tiro.

De pronto, los papagayos cerraron el pico, los guanatabeyes dejaron de hacer sonar sus guamos y mayohuacanes, y hasta el Cacique se calló. El silencio parecía un milagro.

Poco a poco todos miraron al monte. Por allá subían unas pompas de humo blanco. Algunas grandes, otras pequeñas. Parecían señales. Sí, lo eran. Y aquella tarde hasta los perros se atrevieron a cantar.


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