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La caída (VIII)

por RICARDO GONZáLEZ ALFONSO  

Los behíques más experimentados no previeron el suceso. El estrés no se había inventado todavía. Ni la fórmula: V + S = Va, en donde V es vejez; S, sol y Va, voy abajo. Y como era de esperar, no faltó algún taíno que insinuara que todo fue un paripé del Cacique.

El Batey de la Repetición estaba lleno. Los caribes le dieron a cada asistente media bola de catibía y le prometieron la otra mitad para cuando se acabara el discurso.

Era un verano de anjá. El sol rajaba carapachos; pero no la tozudez del Máximo Cacique, quien se encaprichó en realizar una pelea de ideas; algo que la tribu no entendía bien porque hasta ahora las broncas eran con flechas y a macanazos.

El acto empezó de lo mejor. Los siboneyes y los guahatabeyes gritaron los arriba y los abajo de rigor; los taínos se hacían los manatíes locos y no decían ni pitoche, a no ser que se les acercara un caribe; entonces, agitaban con entusiasmo de ocasión una pluma de tocororo, como si fuera una banderita.

En la primera fila estaba la indiada más comprometida con el Cacique. Desde aborígenes tan seniles como fósiles hasta nativos de mediada edad, pero ya con un montón de plumas en el penacho.

Los primeros esperaban una muerte de lujo: entierro en la Cueva de los Héroes incluido toque fúnebre con guamo, divulgación por los mayoguacanes de tres soles de luto oficial y veintiuna flechas disparadas al cielo. Los segundos se sabían herederos de aquellos cabecillas que poseían tantos achaques como caneyes, canoas y dujos.

Por supuesto, no faltaban los corresponsales de las agencias Inca Press, United Apache, Notiazteca y otras acreditadas en Cubanacán. Pero nadie se dio cuenta que tres cocodrilos se derritieron, un arroyo se evaporó y las ferminias se fueron con su canto a otra parte. Estaban pendientes de la llegada de aquel dirigente añoso que siempre prometía un futuro mejor y tan a la vista —e intangible— como el horizonte.

Al fin apareció el Secretario General del cacicazgo con sus otros cargos y escoltas. La masa lo recibió con un júbilo de rutina: "¡Cacique, aprieta, con casabe y croquetas!" y otras consignas de antaño.

El historiador de la aldea no sabía si el orador era el Cacique en Jefe o Tutankamen. Más que un cabecilla parecía una reliquia. Sudaba frío y oscilaba como una rama al viento; hasta el plumero que adornaba su cabeza estaba pálido; no obstante, pronunció durante un buen rato su arenga de costumbre: amenazó a los enemigos, elogió a los cómplices y reconoció el esfuerzo de todos.

Entonces ocurrió lo increíble. El Líder comenzó a derretirse como los cocodrilos, a evaporarse como el arroyo e irse como las ferminias a otra parte. La tribu se paralizó. Los caribes irrumpieron con una mampara de guano anti-flechas y se llevaron al jefe.

Las dos generaciones de aborígenes de primera fila acudieron al podio. Los viejos llegaron con peor aspecto que el Máximo Cacique, ahora reducido al mínimo. Los jóvenes no sabían qué hacer; pero uno pensando que había legado La hora final del Cabecilla, gritó nervioso: "¡Es igual fulano que su hermano, así que boniatillo-boniatillo, cada uno pa' su bohío!".

En aquel instante reapareció el faraón antillano con la promesa de no desmayarse otra vez. Más de un taíno comentó: "¿No te lo dije?, éste estuvo en su entierro sin morirse y ahora, ¡prepárate pa' lo que viene!". Tuvo razón.


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