Viernes, 24 enero 2003 Año IV. Edición 541 IMAGENES PORTADA
Desde...
Caracas: Hugo Chávez, Salvador Allende

por ANTONIO SáNCHEZ GARCíA Parte 2 / 3

Comprendo el fanatismo y la ceguera con que el chavismo, esa versión caudillesca, zafia, analfabeta y brutal de vanguardia revolucionaria, se niega a aceptar cualquier acuerdo con la inmensa mayoría nacional que se le opone. En aquellos no tan lejanos y ahora resucitados tiempos, yo hubiera dado mi vida por imponer la revolución y conquistar el poder. Con el agravante de que entonces la Unidad Popular tenía mucho menos poder real que este chavismo decimonónico y atrabiliario: no contábamos con la Corte Suprema de Justicia, la Contraloría General de la República, el Congreso Nacional y last but not least: las Fuerzas Armadas. Nosotros, el MIR, no pasábamos de ser algunos miles de cuadros juveniles, revolucionarios inexpertos y desarmados: comparados con los aparatos provistos de arsenal de alta potencia, tradición gangsteril e instintos asesinos montados por el ex vicepresidente de la república y hoy ministro del Interior y Justicia, capitán Diosdado Cabello, bajo el eufemismo legalista de "Círculos Bolivarianos", éramos una brigada infantil de virginales boy scouts.

Llevado por el entusiasmo revolucionario, le solicité a "Jorge" y al capanga, como algunos veteranos solíamos llamar a Miguel, me enviaran a Cuba a prepararme en guerra de guerrillas. Eso queda para los "cabeza de músculo", me respondieron en más de una ocasión: los comandos operativos de nuestras futuras Fuerzas Armadas. ¿Qué haría un ideólogo cargando una RPG-7 o montando minas vietnamitas, esas pailas explosivas que jurábamos poner bajo las orugas de los tanques llegado el momento de los "quiubos" o "cuando las papas quemen", como solíamos prometernos en nuestros delirios de futuros e inútiles combatientes? Cuba era por entonces también —como 30 años después para el chavismo militante— el paradisíaco océano de la redención humana, el más allá revolucionario, la trascendencia y el arribo definitivo a la eternidad. Más allá de Pinar del Río la historia ya había encontrado su consumación final per secula seculorum: Fidel Castro.

2.- Gracias a mi sueldo como profesor e investigador de la Universidad de Chile logré comprarme una destartalada Walter PPK calibre 7.65 que solía llevar en la cintura, a mi espalda, dejando ver discretamente la cacha desportillada; estar a cargo del aparato cultural del partido y llevar un arma al cinto era la culminación de una aspiración nacida de la lectura enfebrecida de la Filosofía del Estado y del Derecho de Hegel y los Fundamentos de la Crítica de la Economía Política de Karl Marx. Más aún si tal lector de trasnoches berlineses era hijo de un chofer de taxi comunista hasta los tuétanos y líder sindical de su gremio. La pistola y algunas cajas de munición terminaron ocultas en la campana extractora de aire de la cocina del apartamento del Parque Forestal, a orillas del Mapocho, en que entonces vivía de prestado. Sirvió para dispararle a alguna señal de tránsito en una solitaria carretera al borde del mar, imaginando que lo hacía desde alguna esquina en llamas hacia algún burgués imaginario, apostado tras una ametralladora punto 50. En el Chile de entonces, la guerra de guerrillas era ensoñación de algunos pobres ilusos y espantajo que sirvió de combustible para una acción devastadora, aterrante y siniestra: el levantamiento armado de Augusto Pinochet, que salió a cazar incautos como quien colecciona conejos.

Porque la izquierda chilena, incluso la más afiebrada, amenazante y parlanchina, como la nuestra, era sustancialmente pacifista, legalista, constitucionalista: leguleya. Para que se haga usted una idea: nosotros en el MIR, la elite de las elites revolucionarias, repudiábamos hasta el desprecio al terrorismo y venerábamos hasta la unción al "pelao Lenin" —el pelón Lenin—, como Miguel Henríquez, nuestro secretario general, un muchachote de hablar atropellado y seductora inteligencia, solía llamar al más grande ideólogo de la revolución mundial, don Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin. Más, mucho más nos cautivaban el Qué hacer o El Imperialismo, fase superior del capitalismo, de Lenin, que el manual del joven intelectual parisino Regis Debray. Leíamos las obras completas de Lenin, nos enzarzábamos en feroces combates discursivos para dirimir las diferencias entre Trotzky, Zinoviev y Kameniev. Y creíamos a pie juntillas estar viviendo los diez días que conmovieran al mundo. Nos sabíamos —o nos creíamos— parte de la historia universal, vanguardia intelectual del futuro, renacimiento del soviet supremo y asaltantes del nuevo palacio de invierno. Si Jorge Luis Borges hubiera querido burlarse de la revolución escribiéndole una de sus maravillosas narraciones, nosotros hubiéramos sido su modelo.

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