Lunes, 22 julio 2002 Año III. Edición 414 IMAGENES PORTADA
Los libros
El siglo de las luces

por C. E. D., Miami Parte 2 / 2

Mi lectura de El reino de este mundo fue una de esas experiencias literarias que producen una cierta fascinación, pero cuyo mundo continúa siendo ajeno, porque lo entendemos desde afuera. El siglo de las luces representó otra cosa —pocos libros me han subyugado de modo tan totalizador o han dejado una influencia tan profunda y duradera en mi sensibilidad. Debo hacer constar que, con la excepción de Cecilia Valdés, la novela cubana no es para mí más que un deleite epidérmico —mis pasiones han sido siempre la poesía y la ensayística. Sí me han interesado Sab, Generales y doctores, Las palabras perdidas, Como un mensajero tuyo y otras narraciones de la alteridad, pero como un ejercicio intelectual, mental.

En cambio, El siglo de las luces pertenece a la categoría de novelas que me deslumbran, que me llevan a trascender los horizontes de los libros que me han hecho amar la literatura: Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Hugo. O sea, las grandes construcciones rusas y francesas del diecinueve. Quizás las raíces franco-rusas de Carpentier fabricaron aquella visión monumental que vino a legitimar mi afición por La cartuja de Parma y La guerra y la paz. Pero ésta sería una explicación parcial, incompleta. El siglo de las luces se adentra en las dimensiones profundas de la historia y de las ideas por medio de tramas y subtramas complejas, de estrategias textuales, de personajes arrastrados por la marcha de los acontecimientos políticos que reaparecen en espacios y tiempos distintos inseminados por las ideologías de su época, y éstas los redefinen y los transforman, conduciéndolos a la destrucción —o a una salvación que los deja mutilados.

Las epopeyas novelísticas de la revolución cubana me habían resultado estrechas y provincianas: El siglo de las luces conseguía romper el cerco insular, librarme de la insularidad. Me revelaría las confluencias soterradas de las Antillas y abriría mi mirada interior a la desgarrada realidad del Caribe, a su carga colonial donde los sueños imperiales europeos realizaron sus atropellos y sus hazañas, y a la circularidad de las luchas centenarias por la libertad y la independencia de las islas. La novela poseía además un lenguaje de resonancias épicas ("Hay épocas hechas para diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus") o de oráculo de Delfos ("¿Qué habrá en torno mío que esté ya definido, inscrito, presente, y que aún no pueda entender? ¿Qué signo, qué mensaje... en el alfabeto de los musgos, la geometría de la pomarrosa?"). Me complacía, sobre todo, su coherencia narrativa y estructural, que contrastaba con los fragmentarismos de Cabrera Infante y de Sarduy y con las discontinuidades y desigualdades de Arenas.

Graham Greene escribió que algunos libros pueden ser "textos de adivinación que nos hablan del futuro y, al igual que la pitonisa que ve en las cartas un largo viaje o una muerte en el agua, influyen en nuestro futuro". En mis cursos de historia y cultura de América Latina y del Caribe siempre incluyo a Carpentier en el currículum; me da igual que mis alumnos lo lean en español o en inglés, pero no escapan a su lectura. El siglo de las luces es un libro al que regreso con frecuencia, que abro al azar y leo en cualquier página o capítulo, sin buscar un orden, desentendiéndome de la trama, pero donde logro recuperar esos espacios indefinibles que, a falta de otro nombre, sigo llamando lo "real maravilloso".

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