Lunes, 22 julio 2002 Año III. Edición 414 IMAGENES PORTADA
Los libros
El mar y la montaña

por C. E. D., Miami  
Portada

Nacido y criado junto al mar, el poeta Félix Cruz-Álvarez encontró en el libro de Boti ese paisaje cotidiano recreado sin los aspavientos de la forma turística.

La revelación de la poesía por venir

Hace muchos años, en la biblioteca familiar, encontré un libro de poemas con un título casi topográfico: El mar y la montaña, de Regino E. Boti, publicado en 1921. Para un lector novato y ávido —tenía entonces catorce o quince años—, hecho en la lectura de nuestros románticos y modernistas, ese libro fue una revelación y también un impulso definitivo.

Nacido y criado junto al mar de la bahía de Cárdenas, rodeada de playas y manglares y mordida al noroeste por los acantilados de Hicacos, que sellaban la costa de Varadero, la impresión del mar, cotidiana las más de las veces, monumental cuando así lo querían los vientos del norte, fue el sello y el ancla que la naturaleza me puso en los entresijos de la poesía por venir, para no abandonarme nunca. Cardenense hecho al filo de la costa, encontré en El mar y la montaña el paisaje idéntico al que cada día me era dado contemplar; la línea de la playa, los muelles ojosos, los postes del tendido eléctrico pautando, verticales, la gran horizontal de arena y de manglares que se perdía, más allá de las casitas de Las Delicias y La Sierra. Boti me enseñó que esa imagen cotidiana, sin los aspavientos de la forma turística o los motivos para el asombro que encierra lo monumental, también tenía su ser poético, su llamado al arte de los nombres y los verbos, raíz real de los poemas. De un sorbo, capté la lucidez de su lengua poética, su capacidad creadora.

Acostumbrado al verso musical, a la metáfora simbolista o sentimental, a la palabra lujosa, la precisión de Boti, la economía de verbo, adjetivo y sustantivo que descubrí en El mar y la montaña, me hicieron asomar a un mundo de estructuras poéticas que, a pesar de su apretada construcción y su certero impacto visual, tenían el don de convertir en realidad, en cosa lírica más allá de la imagen —razón tenía Vicente Huidobro— el paisaje marino cuyo semejante estaba en mi vivencia de cada día.

Decía Boti: "Verticales, los postes./ Horizontales: la playa, los raíles y los regatos"; "... el molino/ que en el negror es dalia/ gigante y giratoria". Playa guantanamera la de Boti, playa cardenense la mía. En esos versos veía la ensenadilla al final de la calle Pinillos, bordeando el patio del ferrocarril, y extendiéndose por las playuelas de Las Delicias y La Sierra, hasta perderse por los rumbos del estero de San Antón. Los postes de la luz eléctrica corrían a lo largo de la calle rota por la erosión de las aguas, marcando los caminos del tren que te llevaría a Jovellanos. Ahí estaba el "Ángelus" de Boti. Leí y releí El mar y la montaña y aprendí que la palabra poética tiene que basarse en las esencias, en el ser real por inasible, en la posibilidad de transferir la belleza intransferible que nos regala el don de cada día.

Ese libro me puso en pie para entender y asimilar la poesía que habría de venir, y si lo amé —y lo amo—, me fui alejando de su grafía y de su estilo. De su alma de mar sigo preso, y vuelvo a él cada vez que siento la angustia, la nostalgia —amo a los románticos— de mi mar y mi bahía.


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