Martes, 26 noviembre 2002 Año III. Edición 502 IMAGENES PORTADA
Cultura
Ya los malditos van al cielo

Muchos de nuestros más importantes escritores son ignorados en la Isla... pero la operación cosmética emprendida por La Habana pudiera resucitar a unos cuantos.
por JOSé HUGO FERNáNDEZ, La Habana Parte 1 / 3
Libro

El totalitarismo deja huella en la cultura de los pueblos. Son las mismas huellas que dejaría un oso al pasar por una vidriera de dulces finos. Para ello no sólo cuenta con su fuerza y torpeza absolutas, sino también con un mecanismo de asedio y conquista por debilitamiento que ha sido hecho justo a la medida, con un nombre que se explica solo: intolerancia. Y con un hijo pródigo: impunidad, el cual siempre acude seguido por su sombra, el silencio.

No debe sorprender entonces que muchos de los más importantes escritores cubanos del siglo XX sean meros extraños en su propio país debido a que el acceso a sus obras ha resultado territorio en veda para varias generaciones de compatriotas. Al punto que hoy por hoy su fama, e incluso sus nombres o rostros, no representan más que signos de interrogación para el lector medio de la Isla.

Gastón Baquero, Severo Sarduy, Heberto Padilla, Lydia Cabrera, Leví Marrero, Enrique Labrador Ruiz, Jesús Díaz o Reinaldo Arenas asistieron al triste convite de la muerte sin ver disuelto el estigma de "malditos" que impidió durante décadas que sus libros fueran impresos y leídos a la luz del día en Cuba. Habían decidido vivir en el exilio y esto fue suficiente para provocar la ira y la sentencia de los catones. Otros ilustres muertos, como Virgilio Piñera y José Lezama Lima, ni siquiera necesitaron atravesar el mar para convertirse en malditos, exiliados dentro de su isla e igualmente condenados al olvido por motivos parecidos, que se agravaron, tal vez, con otros muy íntimos y personales.

La poetisa Dulce María Loynaz, uno de los tres Premio Cervantes obtenidos por la literatura cubana, vivió largos años, los de su madurez, exiliada en una casa habanera, mientras su obra y su propia existencia eran cubiertas por una aplastante loza de silencio. Nunca manifestó claramente ideas políticas, pero tampoco se congraciaba con el régimen. Sencillamente le viró las espaldas, como ante un feo paisaje. Y con ello aseguró su condena. Sólo la concesión del más trascendente premio literario del idioma hizo de aquella veda, absurda y aberrante, un proyecto en quiebra, aun bajo el poder totalitario.

Sin embargo, a Guillermo Cabrera Infante ni siquiera el Cervantes ha conseguido librarlo del escarnio. Luego de permanecer por más de treinta y cinco años exiliado, su nombre constituye apenas un oscuro mito para los lectores cubanos, la mayoría de los cuales no ha tenido en las manos un solo libro suyo, en tanto una pequeña parte conoce sólo por referencias Tres tristes tigres y otra parte, la mínima, lo ha leído. Y eso que desde hace mucho tiempo alinea entre los más ilustres escritores vivos de Hispanoamérica.

Ilustre también fue el historiador José Moreno Fraginals, grande entre los grandes cubanos de todos los tiempos. Mientras vivió y trabajó en La Habana, su labor no recibió nunca el tratamiento que en verdad merecía. Pero cuando ya viejo determinó trasladar su residencia a los Estados Unidos, enseguida se alborotó el avispero.

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