Jueves, 03 octubre 2002 Año III. Edición 464 IMAGENES PORTADA
Cultura
El segundo delirio de César Portillo de la Luz

El autor de 'Contigo en la distancia' dona 100.000 dólares a la causa del espionaje cubano en EE UU.
por JORGE A. POMAR, Colonia Parte 1 / 2
C. Portillo
César Portillo de Luz

Cualquiera que consulte el portal del Juventud Rebelde digital ahora mismo, quedará boquiabierto de estupor o fruición —según su filiación política— ante la noticia de una generosa donación que desafía las leyes no escritas de la filantropía universal de todos los tiempos. No se trata de la manida historia de la anciana que lega su patrimonio a algún gato, perro faldero o asociación de canarios; ello suele presenciarse en las latitudes europeas. Hace poco un amigo latinoamericano presenciaba esta guiñolesca escena: al pasar junto a unos punkies, una encopetada anciana metió la mano en la cartera y, retorciendo la nariz, les arrojó una limosna acompañada de la siguiente desdeñosa advertencia: "¡Pero sólo por el perro!" "Animalitarios" llama mi vecino a esta clase de filántropos.

El donativo en cuestión fue ofrecido al ICAIC para, según el pródigo donante, "hacer una serie televisiva o un material que aborde la defensa de ellos..." Y, ¿quiénes son ellos? Créalo o no lo crea el lector, ellos son nadie menos que los cinco agentes de la Seguridad de Estado cubana recientemente condenados en Estados Unidos por un delito de espionaje. La suma donada, cien mil dólares, es de por sí considerable para cualquier dádiva en cualquier país del mundo. Pero en este caso clasifica como exorbitante, habida cuenta de que quien la hace es un hombre residente en una isla donde el salario medio no rebasa los 10 dólares mensuales. ¿Y quién es ese Craso cubano? Pues César Portillo de la Luz, el egregio cantante, guitarrista y autor de varias de las letras y melodías más famosas del feeling cubano. El mismo inefable bardo que, en sus insuperables "descargas" del Karachi, el Gato Tuerto o el Pico Blanco, han escuchado y seguirán escuchando arrobadas tantas generaciones de enamorados.

A justo título, porque él es de los mejores y se lo merece como artista. Renunciar a él, so pretexto de sus extravagancias políticas, sería como renunciar a lo irrenunciable, a una parte de la más auténtica musicalidad cubana. Y de paso a buena parte de la propia costosa discoteca: son raras las antologías de nuestra música donde no figure alguna de sus creaciones en la voz de intérpretes tan afamados como Benny Moré, Elena Burke, Omara Portuondo, Gina León o Ela Calvo, para sólo mencionar a los nacionales.

A la mayoría de los cubanos de la diáspora les place ayudar a sus familias o a algunos amigos y colegas en la Isla, aunque no compartan sus ideas, ni quizás ninguna otra, y aunque sepan que la mayor parte de ese resudado óbolo va a parar a las arcas del Estado. Se puede admirar a los artistas cubanos de ambas orillas que, como un Pablo Milanés —acaso el más generoso de todos—, tienden la mano sin miramientos a sus compatriotas menos afortunados y donan parte de sus derechos de autor para comprarles algún instrumento, pagarles un pasaje de aviación o simplemente ayudarlos a sobrevivir. De hecho, pésele a quien le pese, es sabido que los cubanos de la diáspora son los principales subvencionadores del régimen. Pero donar cien mil dólares a beneficio de unos espías convictos y confesos cuyas familias cuentan con el generoso apoyo del régimen y, además, para hacer una película de propaganda en defensa de lo indefendible, parece el colmo del desatino.

Si Portillo hubiese donado ese dinero para construir o reparar asilos de ancianos, guarderías, hospitales, teatros, calles, edificios o posadas donde los amantes puedan hacer el amor en un ambiente pulcro después de erotizarse hasta el tuétano con sus románticos arpegios; si, emulando a ese sublime loco alemán Wolfgang Eitel —el "Juanito el Suave" descrito por Raúl Rivero con el lírico humorismo de sus tiernas estampas—, se hubiese parado en una esquina del parque Velázquez, de Santiago de Cuba, o La Fraternidad, de La Habana, a repartir billetes de cinco dólares a una cola de atónitos transeúntes; o si, sencillamente —súbase la parada—, se hubiese dirigido al Gobierno cubano para usar la plata donada en cualquier otro de sus tantos negociados deficitarios —por ejemplo, en la UNEAC, para socorrer a sus incontables colegas sumidos en la más amarga miseria—, al menos muchos no tendrían nada que objetar e interpretarían la cosa como un loable gesto solidario. Pero sin duda se está en presencia de un hecho inédito, y sólo cabe esperar que este segundo y nada lírico delirio de Portillo no prolifere y de repente los espías no sustituyan a mendigos, ciegos, hambrientos y huérfanos en el favor de la privilegiada casta de los que tienen de sobra para dar.

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