Viernes, 22 noviembre 2002 Año III. Edición 500 IMAGENES PORTADA
Opinión
Imprescindible enemigo mío

En enero de 1959 una revolución pretendió cambiar el destino nacional, colocando en su punto de mira a los EE UU.
por LEONARDO CALVO CáRDENAS, La Habana  

Las cercanías entre Cuba y los Estados Unidos han sido, históricamente, mucho más que geográficas. Después que un político norteamericano, casi en los umbrales del siglo XIX, dijo que la Isla caería como una fruta madura en manos de los Estados Unidos, se desarrollaron entre las dos naciones vínculos culturales, económicos y políticos que han marcado una muy larga relación de amores, odios, dependencias y desencuentros.

Los primeros afanes separatistas de la Cuba colonial se inspiraron en el paradigma norteamericano: en Norteamérica han encontrado espacio y refugio cubanos de todas las generaciones y tendencias ideológicas, y han cosechado éxito y fama compatriotas de los más diversos sectores. Intensa y casi total fue la relación económica que durante décadas se forjó entre ambos países. Como era lógico, Cuba y Estados Unidos se convirtieron en mercado y proveedor el uno del otro, en un intercambio permanente y fluido que hacia mediados del siglo XX se basaba en el balance y equilibrio comercial y en una estable paridad monetaria.

Hace más de cuatro décadas, sin embargo, una revolución pretendió cambiar radicalmente la vida y el destino cubanos, y para hacerlo colocó en el centro de sus visiones y turbulencias a los Estados Unidos. Varios meses antes de llegar al poder (5 de mayo de 1958), en carta a su principal colaboradora, el líder de esa revolución juró entregarse a un enfrentamiento interminable con el vecino del Norte. Así, un inesperado juramento marcó nuestra historia posterior, matizada por la estrepitosa expropiación de todos los intereses norteamericanos en Cuba, un embargo comercial y financiero que parece trascender el tiempo y la lógica, o el extremo de colocar —hace por estos días 40 años— al mundo al borde del holocausto nuclear, con el trágico agravante de todo un pueblo abocado a la hecatombe sin tener conciencia real de la amenaza.

Curiosamente, de súbito, mucho parece estar cambiando. En los últimos meses el Gobierno cubano insiste en extender sus vínculos dentro de la sociedad norteamericana, privilegiando a EE UU como suministrador de productos agrícolas y alimentarios, obviando mercados que, además de otras ventajas, implicarían no negociar con el enemigo. Tales proyecciones, que parecen revestir más interés político que comercial, no han sido precedidas por medidas que revitalicen la maltrecha economía nacional y fortalezcan nuestra devaluada moneda.

Aunque subsista como un innegable hecho de poder, la revolución, como proyecto, ha fracasado. La nación ha perdido no sólo su capacidad y solvencia económica, sino gran parte de su propia autoestima para enfrentar la nueva relación. El intolerante discurso oficial sigue siendo de una paralizante parcialidad política, pero el único medio de acceder a algún bienestar material es poseer la moneda del adversario y nuestras únicas fuentes seguras y permanentes de ingresos son las remesas monetarias de los muy demonizados emigrantes.

Cien años después que egregios patriotas rechazaran con firmeza e hidalguía el lastre vergonzante de la Enmienda Platt (apéndice a la Constitución de 1901 que daba a los EE UU derecho de intervención en Cuba), y cuarenta años después del punto más álgido y peligroso de la compleja y accidentada relación, vemos a ese mismo liderazgo —por tantos años beligerante— reconocer el beneficio que sacan los trabajadores norteamericanos a los espacios y libertades que le son insistentemente negados al ciudadano de a pie en la Isla.

Sólo cuando los cubanos recuperen su autoestima y derechos políticos perdidos podrán construir una relación normal y mutuamente ventajosa para ambos pueblos. Y, de paso, evitar que se renueve la amenaza de caer, cual fruta madura, en las manos de vecino tan cercano y poderoso.


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