Viernes, 22 noviembre 2002 Año III. Edición 500 IMAGENES PORTADA
Opinión
Apuntes sobre la post-modernidad

por ORLANDO FONDEVILA, Madrid Parte 1 / 2

El hombre, ese inventor, inventa palabras. Necesita nombrar las cosas. Pero no todas las cosas son dóciles, y las hay que se resisten a ser nombradas. Hasta puede que el nombre les quede grande, o pequeño, o jorobado, o que confunda. Algo de esto le ocurre a eso que llamamos post-modernidad. Literalmente significaría después de lo moderno. Pero, ¿qué es lo moderno? Y entonces, ¿lo post-moderno? Extenso y complicado es el ámbito de estos conceptos, sobre todo si la referencia alcanza el orden de todo lo social y de toda la cultura, en fin, de la civilización. Probablemente nos falte distancia, perspectiva, y debamos pasar el testigo a quienes vendrán después. Pero el testigo no puede quedar en el aire ni ser arrojado, sino que hay que llevarlo lo mejor que se pueda hasta el instante de la transferencia. Hay que pensar, que correr riesgos, asumiendo las inevitables limitaciones.

Desde direcciones varias, y hasta opuestas, se dejan hoy escuchar voces de alarma frente a la post-modernidad. Unas aportan atendibles prevenciones; otras, no son más que espurios intentos de conseguir a toda costa eso que llamamos historia, o de conminarla a propósito de particulares miras. Ser atinado y justo es, como siempre, harto difícil.

La modernidad viene dada por el triunfo del industrialismo y por otras modificaciones de sustancia en la espiritualidad del hombre y en sus artes de la vida, en su manera de verse a sí mismo y de ver su entorno. El industrialismo, claro está, es la pista inicial del concepto. Como el industrialismo y con él la modernidad vienen siendo rebasados a escala planetaria, ya se va sabiendo mejor lo que es, porque se sabe mejor lo que ha sido. Es verdad que hay zonas del orbe que, incluso, no han tocado la modernidad por razones que aquí no pueden ser dilucidadas, mas lo que importan son las puntas, las guías conductoras que marcan aún a los más rezagados, sobre todo en este mundo visiblemente en marcha hacia algo parecido a eso que llaman "la gran aldea planetaria".

La modernidad fue un ímpetu arrasador del dominio humano sobre la naturaleza, a partir de un desembarazo colosal de las fuerzas intelectuales del hombre, con todas sus consecuencias de edificación y arruinamiento. Fue un sacudión de la razón y la voluntad. Se creó un mundo. Cuántas maravillas en ese mundo. Cuántos infortunios. Lo que cuenta, sin embargo, es que crecimos como especie, y que ese mundo se hizo y nos puso en caminos que no pueden ser ahora ignorados o desdeñados. Podemos, quizás, buscarle pequeños atajos, pavimentarlo mejor, pero nunca regresar o variarle radicalmente. La impronta más emblemática de la modernidad ha sido el vuelco sin remedio en el impulso dinámico de la civilización. Ya no habrán más estancamientos. Si algo ha perecido definitivamente son las posibilidades del inmovilismo. Ya sólo podemos avanzar.

El industrialismo y la modernidad pasaron. En el remolino desatado e indetenible nos adentramos en lo que se ha llamado post-modernidad. La post-modernidad es un replanteo del hombre. Es una mezcla de continuidad y discontinuidad, flujo ordenado y salto, convivencia insólita y enriquecedora de una creciente homogenización y una vigorosa heterogeneización, deudas saldadas y contraídas, paz y fuego. Ahora, en sus prolegómenos, nos confundimos ante la certeza de que hemos abandonado las certezas. Ahora, despojados de la calidez de los comodines, ante el vértigo, sentimos soledad y frío. Es lo usual de lo nuevo, de las reconstrucciones esenciales. Tal vez nos topemos con la nada, pero debemos aprender que la nada es algo, y que no podemos declinar nuestro destino, un destino que es, por demás, hechura nuestra, es decir, de nuestra especie. A veces nos rebelamos sin percatarnos de que es una rebelión contra nosotros mismos. Mas no tenemos tampoco que aplanar nuestras rebeldías ni, por el contrario, exacerbarlas, sino continuar las búsquedas sin las arrogancias de las conquistas —siempre efímeras y restrictas—, y sin las angustias de las incertidumbres, que igualmente tienen su valor y su encanto. Lo cierto es que nunca nos despojaremos del reino de lo incierto, porque presumiblemente es esa nuestra naturaleza. Regocijémonos, pues, con lo que somos y no podemos dejar de ser.

Algunos jueces de la post-modernidad la caracterizan y condenan por su supuesta pobreza espiritual y ética, verbi gratia, su superficialidad, indolencia e inmovilismo, atributos que, en su connotación peyorativa y sin forzamientos, pudieran aplicarse a cualesquiera otra época histórica, desde el mismo surgimiento de la sociedad humana hasta nuestros días. De manera similar, y sin faltar a la verdad, podría afirmarse que siempre la sociedad se ha distinguido por su tendencia a la profundidad, la sensibilidad y la movilidad, es decir, por todo lo opuesto.

Depende del punto de referencia o del ángulo desde el cual se examinen las cosas, y principalmente de la retórica que anime el discurso. Exculpo los ejemplos por su obviedad.

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