Viernes, 04 enero 2002 Año III. Edición 273 IMAGENES PORTADA
Opinión
Neoliberalismo, esa papa caliente

Tribulaciones de un término convertido en trofeo de caza del fundamentalismo ideológico.
por ARMANDO AñEL  

¿Qué es el neoliberalismo? Según señalan los propugnadores y /o detractores del término —habrá que obviar aquí a quienes lo asumen como propio, defendiéndolo en abierta minoría—, es más de lo mismo: capitalismo salvaje, explotación del hombre por el hombre, miseria, desigualdad. Advierten que se trata de una suerte de complot por medio del cual los ricos se hacen cada vez más ricos, con la aviesa intención de que los pobres sean cada vez más pobres. Según todo parece indicar, la autoría del prefijo "neo" recae sobre la "izquierda" reciclada o post-Gorvachov: al menos ésta utiliza el vocablo con un fervor casi religioso, como si con pronunciarlo una y otra vez exorcizara los demonios de la caída del comunismo en la Europa del Este.

Cuando se habla de neoliberalismo —casi siempre desde posiciones refractarias— se suelen privilegiar ciertos resultados negativos sin escarbar demasiado en las prácticas que los provocan, o lo que es lo mismo, se acostumbra a juzgar a este especie de credo o movimiento por sus supuestas consecuencias más que por su naturaleza. Ello sería perfectamente legítimo si no fuera porque, al contrario de lo que se cree (o se hace creer) el neoliberalismo está en otra parte. Volviendo a la pregunta inicial: si éste se sustenta en la creencia de que la intervención gubernamental no funciona la mayoría de las veces y el mercado sí, si desarrolla las clásicas ideas liberales, tales como la importancia del individuo, el papel limitado del Estado y el valor del mercado autónomo, entonces no es neoliberalismo lo que se está ejerciendo —precisamente desde el Estado y no contra éste— en aquellas naciones que teóricamente padecen sus secuelas.

Habitualmente, cuando el Estado privatiza el Estado dispone. Cuando los gobiernos de los países subdesarrollados "liberalizan" empresas anteriormente estatales —¡neoliberalismo!, se clama enseguida— no lo hacen desde la perspectiva neutral del libre juego del mercado o la competencia imparcial, sino desde la conciencia de que estas "liberalizaciones" servirán a sus muy particulares intereses, disfrazados por la retórica de la redistribución compasiva. Así, venden privilegiando a tal o más cual patrono, pariente de tal o más cual político; venden a quienes son capaces de sobornar suficientemente a tal o más cual funcionario; o, sencillamente, aquellos que manejan el Estado consideran que tal o más cual empresa estaría mejor en manos de empresarios nacionales cuyo "patriotismo" no hay que poner en duda. Subvencionada por la política, la economía languidece presa, a su vez, del lenguaje. Sin ir más lejos: se le endilga al FMI la etiqueta de neoliberal, cuando se trata de un organismo de corte socialista, especie de Robin Hood que le quita a los "ricos" para darle a los "pobres" (léase que despoja al contribuyente, a la población productiva de las naciones desarrolladas para subsidiar a ciertos gobiernos —no todo lo responsables, atinados y pundonorosos que cabría esperar— del llamado Tercer Mundo).

Objeto de sucesivos embates desinformativos —en los que es experta la nueva clase (intelectual) que Tom Wolfe retrata en uno sus más brillantes ensayos, En el país de los marxistas rococó o por qué nadie está celebrando el siglo II de los Estados Unidos—, el neoliberalismo está abocado al fracaso. Hablo del vocablo que hasta ahora lo define, por supuesto; su verdadera esencia, como ya se ha dicho, permanece intocada.

De manera que va siendo hora de virar la tortilla. Si por neoliberalismo se entiende la explotación del hombre por el hombre, la miseria, la desigualdad, habrá que llamar a las cosas por su nombre, identificando a quienes en realidad ejemplifican el término. Neoliberales son aquellos que practican el capitalismo más salvaje de todos: aquél en el que la clase obrera es utilizada como mano de obra barata por una casta dominante, en el poder, que se enriquece a su costa; aquél en el que los trabajadores carecen de los más elementales derechos, como el de ir a huelga o fundar sindicatos representativos; aquél en el que sólo el extranjero rico o una determinada facción retrógrada puede acceder al libre juego del mercado, mientras se le niega esa posibilidad al grueso de la nación, empobrecida hasta límites inauditos por sus sepultureros, como ocurre en la Cuba de Fidel Castro o en la Corea de Kim Il Jong. Si el neoliberalismo es una papa caliente —lo cual resulta ya una verdad de Perogrullo—, pasémosela a quienes no conformes con desprestigiar la palabra, la llevan a vías de hecho.

Luego vendrán otros términos, otras denominaciones. Luego, sin falta, vendrán los marxistas rococó a picotear sobre ellos. Pero ya eso es pura dialéctica.


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