Sufre con lo que yo gozo |
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El refugio del cuerpo: una manera de ser y hacer profundamente enraizada en Cuba. |
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por ARMANDO AñEL |
Parte 1 / 2 |
La cita es notoria y ha sido abundantemente manoseada a partir del filme de Julian Schnabel: "Un día empezamos a hacer un inventario de los hombres que nos habríamos pasado por aquella época; era el año sesenta y ocho. Yo llegué, haciendo unos complicados cálculos matemáticos, a la convicción de que, por lo menos, había hecho el amor con unos cinco mil hombres", asegura el escritor Reinaldo Arenas en Antes que anochezca. En principio, la afirmación disgustará no sólo a los más puritanos —de que los hay los hay—, sino a quienes poseen, o creen poseer, un casi religioso sentido de la medida; pudiera sonarles a exageración gratuita. Y sin embargo, en la cita subyace toda una filosofía, una categoría de identidad, independientemente de que incremente hasta el espejismo, o no, la circunstancia que refleja. Lo significativo de la frase del autor de Celestino antes del alba no es su desfachatez, más bien su carácter revelador; en ella aflora una manera de entender el mundo drásticamente cubana: el sexo asumido como meta o tabla de salvación, el territorio libre que es el cuerpo (de cada quien) cumpliendo una función social.
Recién llegado a París desde la Isla, cierto colega se preguntaba, con un asombro rayano en la frustración, cómo era posible que las francesas no lo desearan... ni siquiera se lo comían (nada menos que a él) con los ojos. Se puede entender su reacción cuando se accede al metro de Madrid, por ejemplo, una ciudad —y por extensión una ciudadanía— supuestamente más contagiosa, más calurosa o "movida" que otros conglomerados europeos. En un vagón viajan tres, diez, quince espléndidas muchachas, en cuyo físico se juntan la exuberancia de lo latino con la delicadeza de lo nórdico. Nadie las mira. No miran a nadie. Desde uno y otro bando, se aparta rápidamente la vista. Según la perspectiva de un vecino de Jesús María, semejante escenario no debiera ser desperdiciado, tanta carne reunida ameritaría una respuesta contundente, desacralizadora. Para el emigrante cubano, y desde un punto de vista sexual o sensual, el Occidente entrevisto en Europa reúne, paradójicamente, las características de una sociedad cerrada.
Desde luego, para aprehender esta visión habría que explorar ciertas señales de identidad. En lo criollo confluyen mezclas emancipadoras y hasta particularidades geográficas que hacen del sujeto nacional una suerte de irreverente, e incansable, "canita al aire" errabunda. La influencia africana, que no sólo toma asiento en la sociedad cubana a través de la mezcla racial —se trata de un influjo culturalmente muy poderoso—, se posesiona del cuerpo isleño regalándole un sentido del ritmo y una manera de entender la sexualidad absolutamente desinhibida. El cuerpo reina sobre la mente; despliega, enarbola, recrea sugerencias que casi siempre son órdenes para ésta. Y está "la maldita circunstancia del agua por todas partes" —violada y violando una y otra vez el archipiélago—, el desmedido evento de vivir 35 grados de humedad a la sombra, la sempiterna pelea del hombre y la mujer contra el clima, que ambos ganan a medida que se despojan de sus ropas. En un país donde el calor campea por su respeto, la castidad, el recato, la circunspección, no tienen cabida. Coexistir en consecuencia resulta, como diría el poeta y a pesar de los pesares, una fiesta innombrable.
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