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Carta a Robin Hood

por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona Parte 1 / 3

Boscoso y mano muerta Robert de Locksley o Loxley, Conde de Huntingdon o Huntington, en fin, Robin Hood:

Mi infancia estuvo repleta de tu presencia y de la de otro compatriota tuyo cuyo nombre sonaba parecido, pero que era un poco más triste: Huckelberry Hound. Y ahora te explico, lento como una declaratoria de herederos: a lo heroico de tu bandidaje, en mis inocentes sueños imberbes le sonaba, de fondo, un temita de la canción protesta: lo entonaba el pequeño Huckelberry: "Mi mamá me lo decíaaaaa/ que no fueeeera policíaaaaa". Así crecí muy animado, dibujando mi alegre y montuno futuro al margen de las leyes. Ya mi padre lo había prescrito: sería proscrito. Sé que suena a parásito intestinal o algo así. Mira el asquito que da si un médico te dice: "Usted tiene la tripa repleta de proscritos. Los leucocitos están bien, pero tiene una proscritería bastante grave. Júd".

Evoco aquellos felices años antes de que nos cayera un Nikitín en la cabeza: todos queríamos ser bandidos, ladrones, atracadores. Algunos lo lograron de mayores siguiendo las orientaciones de arriba y apoyando a uno que me sé. Pero entonces no soñábamos con esa posibilidad y lo más importante era ser hombres del bosque, y nuestra ocupación, el atracadero. Nos atracábamos de cualquier cosa. Sospecho que la principal razón para sentirnos proscritos, allá en Bayamoshire, en nuestro bosque de Chenchow (que así le decían al dueño del patio donde jugábamos) era el no bañarnos, cuando nuestras madres se convertían en Sheriffes de Nottingham para cazarnos, e introducir nuestros boscosos cuerpos en la hervidura. Por eso permanecíamos ocultos en la maleza. Creo que permanecimos tanto tiempo en ella que nos persiguió el bejuco de por vida. Pocos hemos superado esa maleza primigenia, una melaza verde que nos lanzó en sucesivas oleadas hacia la agricultura, dejándonos la adolescencia repleta de secuelas al campo.

En fin, que al menos tuvimos una banda. No llegaba a ser la Banda Municipal, aquella que sonaba unas espesas retretas de domingo en el parque, pero era una banda con todas las de la ley, con su jefe, su segundo al mando, su tesorero, su trompeta vocacional, su cargabates, su presidente de la comisión de historia, su delegado y sus vocales —que eran los que se encargaban de gritar vocalizando. Claro que la similitud con tu pequeño ejército no era completa, idioma aparte. En el papel de Pequeño Juan no nos quedó más remedio que poner a un cacho de negro inmenso para sus nueve años, pichón de gallego y conga, entre la morriña y el bembé, que ni siquiera respondía al prietonímico usual de Lázaro. Se llamaba Reemberto, que es un Berto de reenganche, y no me convence mucho que ese nombre sirva para ser un verdadero hombre de Sherwood. Pero el resto del elenco estaba como completo: un fraile Tuck, un Mush molinero, y hasta una Marian, un poco bizca y levemente marimacha, que le desencajaba la quijada a Guy de Gisborne si aparecía. Ella creció, como casi todos, limó asperezas, se hizo muy feminista y fundó una gran familia. Tiene cuatro hijos pero sus ojos levemente distraídos le hacen ver ocho. Otro pequeño problema indisalubre que tuvo nuestra guerrilla invicta fue con un niño que se negaba a ser simplemente Scarlett. Por alguna razón hormonal o de proyección cinematográfica, siempre quiso ser Scarlett O'Hara. Por supuesto que nos negamos. En nuestro green no cabía un Red. Ya el color nos molestaba un poco. Intuición le dicen.

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