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La reina del Plata, globalizada
ANA ARIAS, Buenos Aires Parte 1 / 2

Cuando se piensa en Buenos Aires, se suceden en nuestra mente un correlato de iconos con los que se identifica la ciudad: Gardel, Borges, Maradona, River-Boca, un bandoneón, un mate amargo, las medialunas, el obelisco y el dulce de leche. Esta hermosa ciudad rioplatense, "la reina del Plata", como dice el tango, siempre fue reconocida como una de las urbes más europeizadas de Latinoamérica. Desde sus barrios patricios de árboles frondosos con reminiscencias de Champs Elysées, a los lúgubres edificios céntricos de factura finisecular, que misteriosamente parecen extraídos de postales de Budapest. Un París en medio de la llanura, poblado por inmigrantes italianos y españoles, de cuya mezcla nace "el ser nacional" de los argentinos.

Pero para muchos porteños, ha dejado de ser un orgullo su ciudad, porque a pesar de las pinceladas turísticas que significan La Boca del Riachuelo o San Telmo, en la década del 90 la ciudad sufrió un abrupto cambio en su morfología y paisaje cotidiano, subida al tren de la imprudente y solapada globalización.

Los paseos junto al río que ofrece el Puerto Madero, gradería estilo shopping center flanqueada por novísimos rascacielos neoyorquinos, desbancaron a las tradicionales peatonales de Florida y Lavalle, famosas, en otros tiempos, por concentrar los negocios más elegantes y tradicionales de la ciudad. El antaño populoso barrio de Once, mezcla de milonga y sinagoga, se ha convertido en China town; la nunca bien ponderada Avenida Santa Fe, llena de boutiques y fine-lenjerie, en un espacioso cordón de cemento repleto de casillas de seguridad privada; la otrora Corrientes, llamada "la calle que nunca duerme" hoy es un conjunto de veredas pobladas de una geografía de miseria y supervivencia expuesta por inmigrantes ilegales oriundos del altiplano, que llegaron en busca de una vida mejor y se encontraron con una peor a la que habían dejado. Las amplias salas de cine fueron suplantadas por pensiones de 10 pesos el cuarto. Y ya los pudientes no son los que viven en Buenos Aires, salvo excepciones de barrios como Belgrano, que siempre fue un recorte urbano, un escenario adaptado a la fisonomía de barrio privado enclavado en Buenos Aires, la ciudad de todos.

Lo cierto es que el fenómeno de la globalización y la inseguridad (aunque no menos letales en algún sentido) han provocado una abrupta fuga de pudientes hacia los recortes privados de la Provincia de Buenos Aires. Las autopistas ayudan a una persona que trabaja en la ciudad a estar en su oficina en 15 minutos, y a regresar a su casa en medio de frondosos árboles y pajarillos en otros 15, por lo que Buenos Aires sufre el detrimento de un espacio público abandonado por las clases sociales que lo sostenían con su elegancia europea y que ya no utilizan la ciudad, sino tan sólo el interior de sus oficinas.

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