Convocar una fiesta entre cubanos quiere decir estar dispuesto a terminar a gritos. Lo común es que esas discusiones no se conviertan casi nunca en verdaderas polémicas: el hastío nos gana antes de entrar a la plaza pública. Y tras la reticencia a "poner por escrito" reposa, casi siempre, la cómoda certeza de manosear una verdad en solitario, como un chino su idolillo de jade. Anfitrión de una noche en la que el vocerío discurrió por un cauce interesante (el ídolo era esta vez una pieza de ébano africano), voy a intentar vencer mi resaca y resumir un punto de vista para los lectores de este foro con la esperanza de que la discusión que comenzó en la sala de mi casa tenga eco en las réplicas de mis interlocutores.
Llama la atención que en los últimos treinta años el tema racial se ausente de las discusiones serias sobre Cuba. Recuerdo los estudios de Carlos Moore (sobre todo su excelente Castro, the Blacks and Africa), varios ensayos de Antonio Benítez Rojo, otro de Enrique Patterson (cuyas conclusiones no comparto) y artículos de Pedro Pérez Sarduy (bastante flojos, por cierto) en las páginas de la revista Encuentro; también un reciente coloquio habanero donde se polemizó durante horas acerca de la traducción de la palabra blackness (¡!) y dos o tres episodios más. Bien poco comparado con la importancia del problema. Y aquí viene, larvatus prodeo, un esbozo de tesis: en Cuba lo racial es un problema; o más bien, nunca ha dejado de serlo. Hablamos del racismo, claro
Pero, ¿por qué nuestro racismo se ha convertido en un tabú tan proteico, que va desde la mirada irónica al chiste de mal gusto, desde la figura del "negrito catedrático" hasta el vulgar axioma "tenía que ser
negro"? Así como el racismo tiene también historia, su supuesta "superación" no es más que una de las numerosas falacias de izquierda, encubierta a menudo con las poses y frivolidades del progresismo intelectual.
Decir que lo racial sigue siendo un problema, no significa renunciar a acotarlo. Ya no es, como en el siglo XIX, una discusión económica. Ni étnica, ese "problema de la raza" que entre 1926 y 1950 ocupó buena parte de nuestra prensa gracias a la labor divulgadora de Fernando Ortiz. Sin embargo, la obra de Ortiz, referencia indispensable, provocó un efecto paradójico: legitimó el tema racial como polémica etnológica, pero limitó su abordaje al molde, en mi opinión estrecho, de la "transculturación". La perspectiva antropológica con la que Ortiz abordó el estudio de lo racial en Cuba es un lecho de Procusto, atornillado por los a priori de las ciencias sociales de su época. Desde entonces han pasado más de cincuenta años. ¿Por qué no atrevernos a salir de su corrección funcionalista? (El tema, por supuesto, merece un estudio profundo de la ideología de Ortiz —de sus varias etapas, Patterson dixit— para el que haría falta más espacio que una simple columna de opinión).