Martes, 24 diciembre 2002 Año III. Edición 522 IMAGENES PORTADA
Cultura
Después de la orgía

¿Son los lectores quemados, los poetas frustrados, los artistas fracasados quienes inventaron la Isla... y el mundo? Una reflexión tras la clausura de la FIL.
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Los Ángeles Parte 2 / 2

También sabemos cómo leía: lo dejó explicado en la página 901 de la primera edición inglesa (1939) de su Mein Kampf. Miraba primero el final del libro, luego ojeaba el medio y entonces —cuando se había formado una idea del contenido— atacaba la obra metódicamente, de principio a fin. Una idea de los temas literarios que discutía después de comida, nos la provee Hitler en conversaciones de sobremesa, una colección de sus pláticas compiladas por Martín Bormann durante la época de la campaña rusa. He aquí un ejemplo: "Imagínense, ¡en ningún país se representa tan mal a Shakespeare como en Inglaterra! Los ingleses aman la música, ¡pero es un amor no correspondido! Además, no tienen ningún pensador de genio".

A través de Rudolf Hess, con quien compartió una celda en la prisión de Landsberg, llegó a conocer las teorías sociales de Houston Stewart Chamberlain, el yerno de Richard Wagner. Fue en la celda de Landsberg donde concibió la redacción de un libro. Se lo dictó a Hess: es uno de los títulos más escalofriantes en la historia de la literatura.

Toda revolución, desde el Quijote, no solamente arranca de un libro, sino que arriba también al libro, a la redacción de un libro, recuento de las batallas de algún ingenioso hijo de algo. Cuando a nuestro Letrado le llegó, en la cárcel, el momento de escribir el suyo, escogió una consigna del Quijote de Braunau para darle título. Hoy sabemos que la utopía borgiana se parece mucho a las circulares de Isla de Pinos: pero nosotros hemos vivido realmente en la ruina circular que soñó nuestro hidalgo caprichoso.

Tenemos pruebas de su gusto por la Historia; de su proverbial capacidad de memorización y retención de datos; de su monstruosa facilidad para la cita. Aún decrépito, en el período arturiano de la mesa redonda, puede manejar legajos y recortes, gazapos e intrigas con asombrosa destreza. Gustó siempre de la compañía de escribas que lo divirtieran, desde Hemingway hasta Sartre, desde García Márquez hasta José Saramago. El primero en poner en duda su sistema Dewey fue, casualmente, un poeta miope.

He aquí un axioma contrarrevolucionario: la realidad NO imita al Libro. Un librero psiquiatra tendría que hacerle repetir esta sentencia al Caudillo, en el manicomio a donde seguramente irá a parar cuando lleguemos a los capítulos culminantes. El barbero nos revelará entonces el contenido de su Biblioteca, esa cárcel profunda, donde los estantes están hechos para limitar y encerrar. ¡Ah, la biblioteca! ¡Lugar donde se exige silencio, y donde cada autor demanda que el otro sea silenciado!

¿Cómo no temerla? Durante décadas grises bibliotecarios crueles nos mantuvieron encadenados a un pupitre, nos prohibieron otra diversión y nos llenaron los hogares de estantes, y los estantes de ediciones populares. Nos obligaron a leer, a repetir, a memorizar. Nos alfabetizaron a la fuerza y nos encarcelaron en campos escolares de concentración, bajo un régimen de estudio y trabajo forzados.

Fernando del Paso exige para 30 millones de mexicanos un sistema educativo que no es más que castrismo ilustrado, revisado y corregido. Pero, antes del 59, Cuba no era una nación de analfabetos, como quiere hacernos creer. La cultura que produjo a Carteles y Orígenes ya había nacido completa de la cabeza de la República, con su Lezama y su Virgilio, con su Loynaz y su Cabrera Infante. Una universidad de provincia publicaba, en los años 50, la oscurísima Analecta del reloj. El premio Juan Rulfo que se le otorga hoy a Cintio Vitier, celebra, sin reconocerlo, la época dorada de la universidad batistiana, donde el autor de Lo cubano en la poesía impartió los cursos que conforman ese único libro que amerita tan abultado premio.

El sistema educativo castrista no nos enseñó a leer, ni a pensar, propiamente: nos enseñó, eso sí, a querer ser auteurs, a querer ser famosos durante 15 minutos. A perseguir la vanagloria del libro, el Paradiso. Como en las borrosas imágenes de la Revolución Cultural, un océano de manos alzadas sosteniendo libritos ondeó sobre las plazas de Guadalajara. Era el regreso de las víctimas alfabetizadas. Entre ellas estaban Rafael y Fernando Rojas, corroborando un antiguo reporte de Selecciones donde se vaticinaba que los castristas harían levantarse a hermano contra hermano. Allí estaba también Fidelito —el primer Eliancito— baqueteando su tambor de hojalata. Después de todo, aquellas advertencias sobre la pérdida de la patria potestad que leyeron nuestros padres verdaderos —lectores ingenuos— en sus thrillers baratos no andaban muy desencaminadas.

Pronostico que, después de la orgía, el hombre nuevo se levantará contra su Creador (esa criatura de laboratorio resultó ser... ¡sólo un ratón de biblioteca!). Que maldecirá a su Padre precisamente por la educación socialista que lo malogró para siempre, que lo convirtió en un esclavo, cultísimo y soberanamente ignorante. Pronostico que las escuelas se convertirán en cárceles para dar cabida a tantos escritores-criminales, y que las ruinas circulares de Cubanacán servirán de museo para los monstruos que produjo la Edad del Libro.

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