Robo al descuido |
|
|
por RAúL RIVERO, La Habana |
|
La censura tiene remisiones físicas. Hay calor y desconcierto en la certidumbre de que uno no puede publicar ni una línea más nunca en el país donde nació. La palabra nunca es del tamaño del mundo.
Es un silencio. La censura es un silencio que se lleva dentro como el amor y el odio.
Los hombres que censuran son los más impetuosos arquitectos de cárceles. Censurar es inaugurar un calabozo de rejas, piedras y cerrojos sin banda sonora.
Cuando me encerraron por primera vez en una celda entendí que así habían hecho años atrás con mis ideas.
Después se marcan las distancias y se toma posesión de los resquicios, se identifican los metales y se descubre el agua.
Contra la ensoñación de los censores, lo que sucede es que el censurado se hace creativo, sabio, observador, paciente, y encuentra espesuras para sus fugas reales y virtuales.
El censor no trabaja solo. Tiene su departamento de Ingeniería de la Mordaza. Sección de propaganda y equipo mixto de costureras que rematan la pieza con pespuntes cruciales.
El monarca del cierre y el olvido, el rey de los rincones y las cuevas, el señor de las palabras destruidas, tiene un corral de aves que celebra y aplaude.
La censura puede parecer inofensiva pero mata igual que una pistola. Así es que no se digan luego en otros sitios estas frases que son calmante para cómplices: vean, están vivos. Están sanos los censurados. No hay heridos ni muertos entre los que hemos silenciado.
A mí, personalmente, de esta vida de sombras nacionales me duele que me roben las anécdotas, las oraciones fúnebres o alegres, mis derrotas, mis aventuras de amor, pasión y entrega a los censores.
Me molestan los robos de entrevistas, de viajes de episodios, de encuentros con amigos, hombres muertos que ya ignoran hasta el por qué de sus silencios.
Está bien que ayuden al censor a silenciarme, pero no publiquen mis cosas como propias porque alguien va a tener que censurarlos.
|