Pedro y la vaca |
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Las nuevas canciones del autor de 'Espuma y arena', vedadas en la radio oficial, trascienden en el boca a boca de la juventud habanera. |
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por RAúL RIVERO, La Habana |
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Onelio Jorge Cardoso, aquel gran viejo, decía que muchos críticos literarios daban su vida por verlo pasar frente a la Unión de Escritores con una yunta de bueyes por el narigón.
Así lo congelaban definitivamente como un autor de ruralías, un cronista del campo cubano, un sinsonte de guardarraya que seguía merodeando el cielo de Calabazar de Sagua.
Todo en orden. Cada cosa en su sitio. Los críticos son la burocracia de la cultura. De ahí que ahora burócratas y funcionarios estén en disposición de hacer grandes ofrendas por ver pasar a Pedro Luis Ferrer por La Rampa de paseo con la vaquita Pijirigua.
Qué maravilla. Pedro, sombrerito de guano y unos vaquetetumbo, un mazo de hierba fresca en el morral a la altura del Karabalí, con esa vaca conservadora y pecaminosa que le regaló su tío Raúl.
Cómo no. El talento sólo a disposición de esa música criolla y sabrosa que el pueblo necesita para descansar y divertirse después de las largas faenas de la Batalla de Ideas.
Eso. La vaquita y la canción de Mario Agué. El timbre popular para amenizar las partidas de dominó y los comentarios sobre el agua de mayo, la sequía y las demoras de las primaveras.
Total, Pedro viene de piedra y ahí está Pedro petrificado en la programación de las emisoras.
Un fanático de la fauna, un veterinario frustrado, un simple imitador de Ramón Calzadilla, año tras año, sin una sola pieza nueva, el cantor de las vacas y las mariposas.
Pedro en esa parroquia que le destina la censura. Su nombre barajado por los cuadros de Cultura como un sobre con ántrax. Sus nuevas canciones confinadas a los grupos de amigos y a la porfiada juventud habanera que sabe que él sí es verdad que no ha envejecido.
Los funcionarios lo dotaron de una juventud eterna porque lo han hecho misterioso. Él, que es diáfano y claro, conjura las tinieblas con la música.
Pedro Luis Ferrer, un cubanazo que cree en las lágrimas. Un hombre que miró con picardía la pasajera ficción de la igualdad y que obedece sólo a sus fantasmas.
Alguien que vive aquí y quiere ser amigo de Celia Cruz y de Miguel Hernández.
Pedro, un muchacho que no a pesar de todo, sino por todos los pesares, escribe en esta Cuba de 2002. Y canta. Canta lo que escribe.
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