Miércoles, 27 febrero 2002 Año III. Edición 311 IMAGENES PORTADA
Sociedad
Espuelas profundas

por RAúL RIVERO  

El cenizo tenía sangre en el pico y, al sol del mediodía, su plumaje brillaba como un pequeño relámpago en cada revuelo en busca del contrario.

El indio, esbelto, hermoso todavía, arrastraba el ala derecha casi hasta tocar el aserrín de la valla. Estaba agotado y herido y cuando quería picar al cenizo era errático, impreciso y torpe, porque en el primer minuto de la pelea un espuelazo le vació el ojo derecho.

Las apuestas se pusieron 20 a 1, pero la gritería en las gradas —unos trescientos fanáticos que pagaron 10 pesos cubanos por asiento— se elevaba en medio del monte.

Detrás, rumbo a los excusados, estaba repleta la zona donde tres hombres cuidaban los caballos. Estaba lleno el parqueo de bicicletas y de automóviles, motos y viejos tractores Fergunson y Ford.

Un grupo que perdió el interés en el combate salió a tomarse unas cervezas. Otros comían sándwich y tomaban refrescos.

Cuatro mujeres revisaban un cajón con ropa interior y blusas que vendía un tipo que vino de Camagüey. Otras dos, más jóvenes, almorzaban frente a una mesa rústica una combinación de congrí oriental, bistec de cerdo y tamales.

En un claro, hecho a machetazos esa misma mañana, se había instalado un mostrador. Allí se vendía ron y ajiaco, bolas de queso blanco y dulce de coco. Majarete y atol. Naranjas frías y agua de palmera.

Casi todos los hombres que andaban por allí llevaban botas altas de las que aman los mexicanos, y mexicana era la música que salía de las bocinas de los radios y de los tríos que iban de grupo en grupo.

A veces, entre tantos corridos y rancheras, aparecía Longina o una tal Aurora que lo había echado en el abandono, y entonces la atmósfera recobraba su identidad, La abeja, División o El barro, en la franja de tierra avileña que está frente a Los Jardines del Rey.

El caso es que Conguería Vasallo, que ya se había ganado esa mañana 12.000 pesos —se juegan a veces 40.000 y 50.000 en una sola pelea—, estaba contando el dinero dentro de su Oldsmobile 1958, cuando entró la policía.

Fue una operación rápida y limpia. Se confiscó la mercancía, incluidas las naranjas y unas chirimoyas que ya iban a explotar, los canisteles y los marañones que guardaba un viejo en un cajón de madera.

Se impusieron multas y los centenares de espectadores comenzaron a perderse en los caminos.

En la valla sin techo alguien bajó de golpe los rejones. Los dueños recogieron sus gallos. Nadie apostaba a gritos en el coliseo primitivo, hecho de palos recién cortados. En el piso de aserrín se podía ver sangre y plumas del gallo indio.


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