Viernes, 10 agosto 2001 Año II. Edición 180 IMAGENES PORTADA
Opinión
Traficantes de una ilusión

Los portavoces del protestantismo cubano tienen una deuda a saldar con su feligresía
por VICENTE ECHERRI Parte 1 / 3

A mediado de los años setenta, el castillo de San Severino, una fortaleza colonial que se encuentra a la entrada de la bahía de Matanzas, era tenida por una de las peores prisiones de Cuba, donde vivían en condiciones de hacinamiento varios cientos de presos, muchos de ellos por delitos políticos. A unos pocos kilómetros, sobre una colina que domina esa hermosa bahía, se encuentra el Seminario Evangélico de Teología, prestigiosa institución del protestantismo cubano, donde por esa época yo cursaba estudios.

Para los profesores del Seminario, cuyo rector era entonces el Dr. Sergio Arce, la existencia de la infame prisión con la que compartíamos la ciudad –así como las decenas de campos de concentración que el régimen de Fidel Castro había levantado de un extremo a otro del país– era una tema innombrable. Mientras en la capilla del Seminario se oraba a diario por los presos de Sudáfrica, de Chile o de Colombia, los cubanos, que sufrían por millares los horrores de un sistema penitenciario brutal, eran absolutamente desconocidos por los que tenían a su cargo la formación del clero de varias denominaciones (presbiterianos, metodistas, episcopales y cuáqueros entre otros). Las víctimas por las que intercedía este grupo de líderes cristianos y sus alumnos solían siempre estar lejos, más allá de las fronteras de esos territorios que, por haberse impuesto en ellos el socialismo real, habían pasado a formar parte de lo que uno de mis mentores llamaba "las primicias del Reino". ¡Pocas veces la doctrina del amor al prójimo se había visto tan groseramente pervertida! El día en que me harté de esta moral hipócrita y denuncié desde el púlpito de la capilla el espanto de un sistema carcelario que yo conocía de primera mano (había estado más de dos años en uno de esos campos de concentración), se cerraron definitivamente las puertas del Seminario para mí.

Han pasado más de veinticinco años y el protestantismo cubano –al menos los que más conspicuamente lo representan– sigue empeñado en la paladina defensa de una dictadura decrépita que cuenta entre sus logros la ruina de una de las más prósperas economías de América Latina y el envilecimiento masivo de su ciudadanía, inducida, directa o indirectamente, a la simulación, el oportunismo, el escepticismo político, el robo, la prostitución y la fuga. Cualquiera que con un mínimo de objetividad haya seguido la trayectoria de esta tragedia, con incontables víctimas y testigos, pensaría que la falacia de eso que todavía algunos insisten en llamar la "revolución cubana" es tan obvia que el régimen de Castro ya no debe contar con defensores; sin embargo, ocurre lo contrario. Pese al descrédito que necesariamente trae consigo el ejercicio del poder por un período tan largo (casi 43 años) y al fracaso en casi todos los ramos de la gestión administrativa, el castrismo sigue teniendo admiradores –sobre todo entre los que se identifican, aunque sea de una manera difusa, con eso que tradicionalmente se denomina "izquierda", y en la que no faltan ni empresarios ni gente de Iglesia. Entre estos últimos son muchos los que, de buena fe, insisten en repetir las opiniones de los apologistas que el castrismo ha encontrado en el liderazgo protestante de Cuba.

Confieso que, por muchos años, he tratado de encontrar las razones de esta incondicionalidad que los portavoces del protestantismo cubano han defendido en numerosos foros; incondicionalidad que significa la justificación de tantísimos crímenes y desmanes y la traición, abierta o solapada, a una feligresía que no ha vivido al margen de humillaciones y discriminaciones y, desde luego, de la permanente violación de sus más elementales derechos humanos. ¿De dónde parte esa fascinación? ¿De qué se nutre?

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