Del tocororo al papagayo |
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Música campesina en tribuna abierta: a medio camino entre la sumisión y el patetismo. |
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por VíCTOR MANUEL DOMíNGUEZ |
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La promoción sistemática de los cultores del repentismo en la Cuba de hoy, así como la ruptura de las falsas fronteras ente lo urbano y lo rural a la hora de concebir la décima, han despertado numerosas expectativas alrededor de esta modalidad del arte de los diez versos octosílabos.
Pero a pesar de su aceptación popular, las limitaciones impuestas desde la política —que cortan las alas de la imaginación de sus cultivadores y cierran con un pie forzado puertas temáticas ya de por sí cautivas de la rima— frenan el entusiasmo por una manifestación que, como todo género artístico en Cuba, debe responder a los patrones ideológicos del régimen.
La creación de la Cátedra de Repentismo en el Instituto Superior de Arte (ISA), donde los alumnos se gradúan de loros amaestrados —dispuestos a rimar sobre cualquier tema con entera "libertad"—, y los espacios logrados en las denominadas "tribunas abiertas de la revolución", "mesas redondas" y otros engendros de adoctrinamiento político que pretenden hacer de la décima un producto del socialismo cubano, demuestran el grado de compromiso que deben tener con las autoridades quienes cultivan el género en la Isla.
Se trata de una nueva realidad que, luego del prolongado destierro causado por prejuicios estéticos y la ausencia de necesidades ideológicas y comerciales en un pasado reciente, impide que la décima —ese "arte mágico del viento" calificado como "estrofa nacional" por el poeta bayamés José Fornaris hace más de cien años— vuele a plenitud por las interioridades de la nación, con lo que el canto del tocororo libre termina en sumisa repetición de papagayo preso.
Las peculiaridades básicas que caracterizaron la música campesina, desde un devenir sonoro heredado de los fandangos y las bulerías hispánicas de mediados del siglo XVIII, han cedido paso a una hibridación conceptual del género, que parte de la inclusión de instrumentos atípicos en el formato original y del alejamiento de una temática costumbrista enraizada en la sensibilidad bucólica de la campiña.
Los múltiples concursos, festivales y debates convocados para rescatar un género relegado a las comunidades rurales, no son más que la caricatura a-histórica de una modalidad con marcadas especificidades rítmicas y temáticas que, si bien no es ajena a flexibilizaciones y cambios en su decursar tímbrico y escenográfico, no puede ser banalizada por supuestos modernismos que alteran su originalidad estructural.
Asistir a las jornadas en homenaje a Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (El Cucalambé), los concursos Eduardo Saborit o Amorosa Guajira —entre otros emparentados estilísticamente con el género campesino por abordar puntos libres, tonadas, guarachas, punto-parranda y son-pregón, además de mostrar competencias de seguidillas, laúdes, controversias e improvisaciones—, es enfrentar un universo musical descontextualizado de sus raíces populares. El didactismo, la politiquería, la embriaguez académica y otros desmanes, se suman a una vestimenta punk más Christian Dior más glamoroso disfraz de esquimal en noche de Oscares que, dentro de una escenografía con palmas de cartón y puercos de poliespuma, pretende representar la continuidad de una tradición como la de la música campesina, la cual debe oler a monte si pretende defender y preservar su cubanía.
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