Palestina: entre la espada y la pax |
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Contentar la conciencia panislámica y a la opinión pública occidental: dos blancos refractarios en la mira de Yasser Arafat. |
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por JUAN F. BENEMELIS |
Parte 1 / 3 |
Alá es la aspiración, / el Profeta su modelo, / el Corán su constitución, / la Jihad su camino, / y morir por Alá la más sublime fe.
Hamás
Una serie de incidentes singulares de las dos guerras mundiales del siglo XX crearon primero los Estados árabes, luego Israel, y finalmente el dilema palestino; y dos vertientes irreconciliables —el anti-semitismo islámico y la islamofobia de Occidente— hicieron que este diferendo secuestrara todo el acontecer político del Medio Oriente. En una región donde las potencias extranjeras van y vienen y los tratados de paz formalizan asuntos sin soluciones, Estados Unidos tiene que entregar en bandeja un Estado palestino a los Estados islámicos que se han identificado con su coalición anti-terrorista, como resguardo ante las "turbas divinas".
Estados Unidos tiene que sumergirse en el mundo islámico, y precisa de latitud política para lidiar con Irak y con Somalia, para apretar clavijas en Irán y Siria; pero no puede hacerlo sin antes resolver el entuerto Israel-Palestina. Lo prueba esta campaña en Afganistán, un paseo militar contra el Talibán —el Khmer Rouge del momento—, donde los Estados árabes sólo han llegado hasta el umbral de ser aliados de Estados Unidos en la sombra. Aquí el autoritarismo se acepta mientras apoya la "causa palestina", como el caso del sirio Hafiz el Assad, quien murió de muerte natural gracias a no haber "colaborado" nunca con el Occidente. Todo lo contrario a lo sucedido con Anwar el-Sadat, y con el riesgo del paquistaní Pervez Musharraf de asociarse con el "diablo". Este es precisamente el dilema que hoy tiene el palestino Yasser Arafat precisado por la espada israelí: elegir entre naufragar con las multitudes airadas, o la pipa de la paz con la caballería.
Palestina es más una causa que un lugar, y la crisis de identidad no es sólo de los palestinos por no disponer de un Estado, sino también de los israelíes, que se ven dentro de poco compartiendo el suyo. A diferencia del incierto futuro de Irak, de Siria o de Jordania, el resultado del proceso de paz es conocido y predecible; va a ser la expresión legal de lo que ya impera en el terreno. En realidad, un Estado palestino existe de facto desde diciembre de 1987, inicio de la Intifada, y desde la cesión del control de Gaza, en la orilla occidental, y al este de Jerusalén, a la OLP. Pero Gaza (enclave egipcio antes de 1967) y el Banco Occidental (ex territorio jordano) no tienen fronteras comunes ni vínculos de linaje; se va a requerir una ilimitada habilidad y ascendiente por parte de los Estados islámicos para mantener unidos a estos dos territorios después que desaparezca Arafat. De hecho, el proceso de paz es un expediente de divorcio para una pareja que hace tiempo vive separada, y donde Jerusalén —imposible de repartir— requerirá una custodia de dos soberanías.
Arafat aún sustenta la obsoleta bandera que se alzó tras la frustrada invasión árabe a Israel en 1948. El caso palestino será entonces manipulado por los dirigentes árabes, como Gamal Abdul Nasser, manteniendo ex profeso a los palestinos en campos de refugiados, como elemento de presión en la cruzada por expulsar al mar a los israelíes. Este credo moldeará por décadas la política árabe, al punto que ni el propio Arafat, ni nadie en el área, se ha atrevido a homologar a los palestinos que en 1948 buscaron refugio en Líbano, Siria y Jordania, con los judíos expulsados de Alejandría, Fez, Bagdad, Damasco o Beirut por los árabes, tras la creación del Estado de Israel. Así, la propaganda y la historia mística no han dejado de utilizarse por ambas partes.
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